Antonio Pereira: Oficio de mirar

Un regocijo para los sentidos: siestas de musarañas, tardes de cavinha y canapés, y noches de oporto con una bailarina nubia

Valentín Carrera
14/12/2020
 Actualizado a 14/12/2020
Retrato de Antonio Pereira, Anxo Cabada, 2008
Retrato de Antonio Pereira, Anxo Cabada, 2008
El libro que sostengo en las manos tiene una dedicatoria escrita con letra temblorosa: «Para Sandra, mi pequeño amorcín galaico-berciano, de tu amigo el poeta. Villafranca, 11 julio 2008». Y firma el poeta. En este otro, Cuentos para lectores cómplices, firma «el autor, con un montón de agarimos para Alicia».

El pequeño amorcín es mi hija Sandra que entonces tenía diez años, y la de los agarimos es su hermana Alicia, de ocho años, que recorrían conmigo y con Anxo Cabada, a pie, a caballo, en globo y en balsa, los caminos secretos del Bierzo interior. Cuando les anuncié que íbamos a conversar con «el poeta», sus ojos se abrieron inmensos, ante un abismo de misterio. El poeta que firma -que llegó con su bastón y visera, del brazo de Úrsula, la sonrisa de ella abierta, la de él picarona- era y mejor diré es Antonio Pereira; y el libro que tiembla en mis manos es su poesía completa, «Meteoros», de la que Antonio, sentado en el poyo de la Puerta del Perdón, leyó a Sandra y Alicia versos premonitorios: «Estoy en casa, estoy seguro hasta para morir o lo que cuadre».

El poeta se fue pocos meses después a sus viñedos de Sagres, a su obispado dúplice entre Astorga y Mondoñedo, a sus paseos por Papalaguinda; y también Úrsula R. Hesles nos dejó, en 2019, y dios sabe qué nuevas andanzas peregrinas, qué nuevos cuentos y risas, qué memorias compartidas, porque solo puedo imaginarlos juntos y riendo. O tal vez, sonriendo, riéndose de sí mismo, como Antonio en el prodigioso retrato de Robés.

Contemplo el retrato en la portada del libro que estos días me ha regalado risas a cucuruchos -Oficio de mirar-; más que una lectura, un bálsamo, un tobogán de trescientas páginas por el que me dejé deslizar, de la mano temblorosa de Antonio, sorprendido, emocionado.

Pocos libros me han dejado esta sensación como de bienestar y cosquilleo, seducido por la belleza de una forma de escribir que se diría fluye espontánea como un manantial -pero bien sabemos qué ardua y qué compleja su literatura, qué depurada y desnuda, qué borgiana, qué difícil, en fin-. No sé si «Oficio de mirar» es su mejor obra -no soy crítico literario, registro mi mapa emocional-, pero sé que es Pereira en estado puro.  El poeta que observa discreto la trastienda del mundillo literario y cultural de España durante tres décadas, y toma apuntes del natural, con cierta distancia de lord inglés, elegante, a veces perezoso: de su visita a Vicente Aleixandre «lo que más me interesó fue el sofá, que tiene dispositivos ingeniosos para leer y escribir panza arriba».

Más allá de una lección magistral de preceptiva, «Oficio de mirar» descubre facetas inéditas de un Pereira feminista o antitaurino, muy viajero -desde Egipto a Berlín, pasando por Haití, donde vive «uno de los días más excitantes de toda mi vida»-; más enfermizo que enfermo, un hipocondríaco socarrón: «El día de los fieles difuntos, me llevaron al quirófano y luego a la UVI después de quitarme el pulmón derecho con su pleura y demás accesorios. Me di de alta a mí mismo una mañana, en el retrete, después de una sentada plácida». A veces reparte pullitas - «En la mesa de los poetas del café Gijón no he oído jamás hablar de poesía. De mujeres, mucho»-; o pullazos, como el sopapo a Pedro Gimferrer antes de ser Pere Gimferrer; al pintor Benjamín Palencia («Yo, que soy un gran artista»), o a las poco creíbles memorias de Neruda; o trasciende el momento: «Desconfío de las páginas que se escriben encima mismo de lo que se está viviendo. La poesía es una emoción recordada».

En su «agenda, diario o lo que sea», Antonio comparte lecturas cómplices: Amiel, Lêdo Ivo, El siglo de las luces en Port-au-Prince; y sobre todo Borges, a quien visita en su casa de Buenos Aires en 1980, y nos lo cuenta en páginas impagables. Sin descuidar las letras leonesas: su fiesta de la poesía en Villafranca o el aliento a los jóvenes Colinas, Mestre, Llamazares; sus giras portuguesas con Amancio Prada, caravel de caraveles.

Un regocijo para los cinco sentidos es este "Oficio de mirar" de Antonio Pereira: siestas de musarañas, tardes de cavinha y canapés, y noches de oporto con una bailarina nubia: «Con tres copas se le entregan mujeres de blanca piel que inventa la chimenea». Una sonrisa amable en cada párrafo y una sorpresa en cada página, agazapada en la última línea, envuelta en el delicado celofán del humor y la indulgencia: «No hago sangre, a lo más me quedo en la ironía sin llegar al sarcasmo, en mi propia biografía no hay desviaciones sexuales ni grandes escándalos. Y para colmo, escribo bien».

Inolvidable Antonio Pereira, también Úrsula inolvidable: aún me parece caminar despacio a su lado, con mis hijas, por la calle del Agua, y Cabada con su cámara afanoso, tres pasos por delante, acechando la mirada de quien tiene por oficio mirar, contar y volar.

-Niñas, hoy vamos a estar con «el poeta».

Y bajo el ciprés de la Anunciada - haciéndose también niño el poeta-, Toñín nos contó «esta postdata azul con que termino: Más homenaje que una estatua alzada a escote de vecinos, mejor que un nombre para los carteros y que la piel dorada de los libros: tu verso aquel… del río que no vuelve, ya lo cantan los niños».
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