El crepitar tenue de la leña al anochecer trae consigo el olor a humo y ceniza, un aroma que se adhiere al aire como un recuerdo antiguo. En la aldea del Bierzo donde vivo, mi chimenea chisporrotea bajo un cielo rasgado por estrellas frágiles. Esa luz vacilante me evoca memorias de lareiras familiares y cocinas bilbaínas al calor de la lluvia. Y en ese plácido y envolvente mirar a la llama, me descubro reflexionando sobre lo poco que hemos avanzado en el uso eficiente de los recursos. Un ejemplo claro: la madera. Constato una paradoja evidente: no hemos mejorado la eficiencia, solo hemos aumentado la complejidad, la contaminación y el despilfarro económico de proyectos industriales como la central de Forestalia, cuya vasta infraestructura apenas supera, en lo esencial, la eficiencia de las hogueras que hace 100.000 años encendía el Homo neanderthalensis en su vida cotidiana. Como dice el refrán castellano: “para ese viaje no necesitábamos alforjas”; es decir, no hacía falta tanto equipaje tecnológico innecesario.
Una hoguera prehistórica del Calcolítico berciano, en su primitiva simplicidad, capturaba la energía química de la madera para generar calor; el resto se disipaba en humo y radiación. Aun así, bastaba con atizar unas ramitas para domesticar el frío y cocinar la pieza recién cazada. Si al calor utilizado para cocinar y calentar sumamos el de la luz que iluminaba las noches, se alcanzaba una eficiencia que podía rondar el 30 %. Era, en términos estrictos, un derroche termodinámico, una ofrenda voluntaria a la entropía. Pero, ¿qué es la eficiencia cuando el deseo de sobrevivir se mezcla con la comunión primitiva de un fuego compartido? Aquellas primeras alforjas, ligeras como una intención, se llenaban de humo y de luna, no de altas chimeneas y contaminantes.
Con el paso de los siglos, el campesinado inventó la lareira para quemar leña y perfeccionó esa comunión: encerró la llama en un vientre de piedra, aprovechó el humo para calentar el hogar, el calor para cocinar y la llama luminosa para alumbrar. Su ingenio elevó la eficiencia global al 40–50 %, una hazaña admirable sin reportajes ni subvenciones. Más tarde, la cocina bilbaína del siglo XIX, con sus placas de hierro fundido y su tanque de agua caliente, alcanzó el 70 %, rozando cotas que hoy enorgullecen a ingenieros e inversores. Y, sin embargo, la chispa original —esa misma voluntad que prendió el primer tronco— persistía con herramientas sencillas.
En contraste, macrocentrales termoeléctricas como Forestalia, en Cubillos, con 50 MW de potencia eléctrica y calderas que devoran biomasa como bestias de acero, apenas convierten el 20–35 % de la energía química en electricidad. El límite teórico de Carnot, esa prisión termodinámica, dicta que entre la llama a 1.000 °C y los valles fríos del Bierzo queda poco margen para el milagro: tres cuartas partes del calor —o más— se escapan en los complejos procesos industriales. Así, entre transportes, granulados, cintas y silos, gastamos millones para lograr una eficiencia comparable a la de una humilde hoguera prehistórica.
¿Valen la pena esas alforjas tecnológicas? En un viaje íntimo, de leña y cazuela, la hoguera doméstica embelesa el espíritu con su danza errática, mientras el vapor del guiso acaricia el aire húmedo. Esa experiencia sensorial, epifanía de lo banal y lo sublime, no requiere costos desorbitados ni contratos millonarios: solo manos que amontonan leña y una conversación a la luz del fuego.
Y ahí surge la crítica implícita. En un mundo donde gestores públicos y privados agitan la bandera de la innovación sin cuestionar sus costes reales, perpetuamos un espejismo. Decimos “transición energética” y levantamos megaplantas de biomasa, sin advertir que, en esencia, replicamos la eficiencia del fuego primigenio, añadiendo solo contaminación y talas muchas veces incontroladas. Hablamos de economía circular mientras trituramos astillas importadas a cientos de kilómetros: una metáfora perfecta de la desconexión entre política y Tierra. El escepticismo sensual de esta mirada revela que, a veces, el progreso no es más que un barniz caro sobre la misma llama paleolítica.
Mirando el horizonte del Bierzo, albergamos la esperanza de nuevas tecnologías: gasificación, hidrógeno verde, biomasa sintética. Se anuncian eficiencias del 40 % o más, cifras tentadoras que prometen liberarnos de la chimenea ancestral. Pero, ¿serán reales o mero espejismo? Mientras esperamos, la leña sigue ardiendo bajo nuestras cacerolas y la bella llama de la chimenea sigue calentando tanto el cuerpo como el alma.
A pesar de siglos de avances, seguimos anclados al mismo corazón primigenio del fuego. Al evocar cómo la cocina bilbaína o la lareira encarnan un arte ancestral, recordamos la eficiencia sin artificios de aquellas primeras hogueras calcolíticas, donde la leña bastaba para alimentar cuerpo y espíritu. Hoy, sin embargo, cargamos con “alforjas” enormes: centrales de biomasa cuya complejidad —y coste en emisiones y dinero— apenas supera aquel rendimiento original. A veces basta con unos troncos, una conversación junto al fuego y el oído atento al crepitar para redescubrir nuestra esencia. En esa cocina humilde, entre vapor y azafrán, habita una enseñanza de equilibrio: la belleza y la eficiencia no exigen monumentos, sino sensibilidad y buen criterio.
Y así, mientras la noche se repliega y el brasero se apaga en un suspiro de ceniza, comprendemos la epifanía última: somos navegantes del fuego, ineficientes por naturaleza, condenados a cargar alforjas que apenas mejoran lo esencial. Ante un recurso escaso como el bosque, nuestro uso no puede sino guiarse por la eficiencia, y proyectos como Forestalia representan su negación más extrema. Cada brizna de madera cuenta, cada chispa se valora. Bajo el manto estrellado, el humo se eleva en remolinos espejados, trazando arabescos de melancolía y asombro. En esa danza fúnebre y seductora, el Bierzo renace: no necesita alforjas de biomasa, solo manos que sostengan la chispa y corazones dispuestos a encenderla.