Era miércoles, día del afilador y paragüero. Mi madre tenía preparadas las tijeras, como todas las madres, para arreglar las ropas que, con anterioridad, habían tenido otro destino y que, a partir de sus expertas manos, lo cambiarían por otro. Quizá no sería tan vistoso, pero sí lo suficientemente efectivo como lo fue en un principio.
El abrigo de mi padre se convertiría en zamarra para mí y, dando la vuelta a la tela, seguro que parecería nueva. Además, si me quitaba el frío cumpliría perfectamente su cometido. Así podría ir a la escuela y, con la bufanda, taparme las rodillas al sentarme en el pupitre de los mayores, que estaba al final del habitáculo amplio que era la escuela.
El afilador era también el paragüero, y siempre había alguna ballena que arreglar. Con esto pasaba lo mismo: cuando ya estaba “caput”, la herencia estaba asegurada. Que yo recuerde, nunca conocí la renuncia a este bien que, aparte de taparte de la lluvia, servía para dar algunos espadazos con los amigos. Pero nunca… nunca se quedaban olvidados, eran demasiado valiosos. Había que cuidarlos hasta que ya no quedaba tela y, con las varillas, podíamos hacer arcos y flechas que, bien afiladas, se clavaban en las cortezas de los árboles. Aunque siempre las pensábamos para cazar aquellos pájaros negros que llamábamos “cochorros”, eran sin duda más listos que nosotros, porque nunca matábamos ninguno. En cambio, los chicos más mayores sí lo lograban con los tirachinas, cuando estos buscaban refugio entre los arbustos que delimitaban las fincas.
El afilador, en ocasiones, vendía tirachinas con mango de madera o alambre muy trenzado, pero aquello era prohibitivo para nuestra economía. Si bien no podíamos comprar, tampoco se nos ocultaba la visión y, a fuerza de verlos una y mil veces, intentábamos hacer tirachinas iguales o parecidos.
El afilador parecía gallego, aunque por la proximidad nunca distinguimos muy bien el gallego del castellano, ya que ambos idiomas se utilizaban al 50 % entre las personas mayores. Él siempre decía venir de Orense: «Hace más de un mes que salí de casa y tengo ganas de volver, sobre todo por ver cómo van los rapaces», se sinceraba el pobre hombre con los clientes habituales, mientras algunas señoras llevaban sus cacerolas para poner un remiendo.
Los chicos, agolpados a su alrededor, le pedíamos con insistencia que tocara el “chiflo” y este, entre sonrisas, nos complacía, mientras liaba un cigarrillo de cuarterón que, entre la suciedad de sus manos y la mala calidad del papel, se tornaba amarillo. Mientras tanto, movía la rueda cuesta abajo, donde ya le esperaban otras señoras con sus útiles envueltos en el mandil de cocina, que era como un uniforme de campaña, ya que con él estaban durante todo el día.
Naturalmente, al llegar a la plaza mayor o a las cercanías de algunas casas de gentes pudientes, las «chicas uniformadas» —como llamábamos a las criadas— llevaban los útiles en lo que el pueblo llano llamaba «capachos» o «capazos», mientras que otros, quizá más educados, lo llamaban «serón». Pero de cualquier manera, y sin comprender muy bien la razón, la gente humilde siempre le daba más trabajo, motivo por el cual el afilador visitaba más asiduamente los barrios más pobres.
La época de poda era la más valiosa. Es decir, en pleno invierno podían aparecer más de dos o tres. Las tijeras de podar no era cosa de afilarlas con las piedras que cada vecino tenía en su casa, ni tampoco las de las modistas, que habían dejado muy romas sus tijeras de tanto aprovechar las ropas de abrigo que siempre iban de padres a hijos o de hermanos mayores a los pequeños. Pero eran las circunstancias: la miseria, que a veces llamaban “sabiduría”, iluminaba a las gentes sin recursos.
Yo quería ser afilador, tocar el chiflo, ver mundo… ganar aquellas pesetillas que, aun llenas de remiendos con el pegamento de los recortes de sellos de correos, tenían el mismo valor que aquellas que parecían más nuevas por haber salido del banco. ¡¡Pocas veces vi una peseta nueva!! Decían que las tenían los ricos, pero hoy pienso que también los ricos pagaban muchas, y la pobreza no estaba muy lejos de la puerta de entrada. Pero alguien tenía que ser culpable de tanta desventura.
El afilador de Monforte era, para mí, el más admirado. Siempre me dejaba darle un poco al pedal de madera que, con la transmisión de cuero, conducía la energía a la gran rueda de esmeril que, al contacto con los útiles, hacía un sonido nada usual en una población donde los únicos ruidos eran los pocos camiones que transitaban por la Nacional VI a su paso por Villafranca. Debido a lo intrincado de las calles, nos permitían colgarnos del lateral trasero hasta el final del castillo, donde el cambio de marchas nos indicaba que era la hora de saltar.
Así transcurrió mi infancia y, a medida que pasaban los años, se desvanecían unas ilusiones para dar paso a otras que, como casi siempre, nunca pude alcanzar. Pero me dejaron recuerdos, vivencias y una nostalgia permanente, porque, a pesar de la pobreza, tuve la suerte de conocer la humildad y el arte de compartir, que, obligado o no, era el pan de cada día.
Pasaron los años y ya apenas venían los afiladores.
Luego aparecieron con una Vespino preparada para tal fin. Un villafranquino emigrado a Argentina, llamado Juan, venía cada seis meses y recorría España. Decía: «Aquí gano para mantener a mi familia en Argentina», pero yo sabía que venía a intentar encontrar un amor que perdió cuando marchó. Nunca volvió a ser lo mismo y se dice que el pobre Juan murió de amor, en un país donde no lo pudo encontrar.