El ácido desoxirribonucleico y Aldous Huxley

Por José Javier Carrasco

21/03/2023
 Actualizado a 21/03/2023
Escultura del ADN en la rotonda de Alfageme. | JESÚS F. SALVADORES
Escultura del ADN en la rotonda de Alfageme. | JESÚS F. SALVADORES
El 17 de abril de 1958 el rey Balduino inauguraba en Bruselas la primera Exposición Mundial de primera categoría tras la II Guerra Mundial. Una muestra dedicada a exhibir ante cuarenta millones de visitantes la relevancia de la ciencia y los últimos avances en tecnología espacial. Su símbolo, una armazón de ciento dos metros de acero y aluminio, de dos mil cuatrocientas toneladas, que representa los nueve átomos de un cristal de hierro en forma de estructura cúbica centrada, conocida como Atomium. El diseño corrió a cargo del ingeniero André Waterkeyn y los arquitectos André y Jean Polak. En su construcción trabajaron quince mil operarios y se alargó durante tres años. A una escala mucho más modesta, en 2020, quedaba instalada en la rotonda de Alfageme, que da entrada al Parque Tecnológico de León, una escultura de ocho metros y medio de altura que representa una porción de la doble hélice del ADN, homenaje a las mujeres científicas, en especial a Rosalind Elsie Franklin (1920-1958), descubridora junto a Watson y Crick de la estructura del ADN. En el interior se sitúan las figuras geométricas que representan los átomos y moléculas que constituyen el ácido desoxirribonucleico, unidos por brazos que equivalen a sus enlaces electroquímicos. En 2020 un camión de Correos se estrelló contra ella (una anécdota curiosa, un vehículo de Correos embistiendo la representación icónica del «correo» celular).

Durante mucho tiempo se creyó que la vida podía surgir de forma espontánea, a partir de materia inerte, como los gusanos de la carne en descomposición. En 1668 Francesco Redi desmintió esa creencia generalizada colocando carne en varios tarros y cubriendo uno con un paño. Los primeros desarrollaron gusanos, el del paño no. La explicación: las moscas, al entrar en los tarros descubiertos, dejaban sus huevos en la carne. Pero la suposición siguió manteniéndose al descubrirse los microbios, porque estos acababan apareciendo incluso en tarros tapados. Fue Lazzaro Spallanzani en 1768 quien puso trozos de pan en dos recipientes, uno en comunicación con el aire y otro sellado, que había hervido previamente para neutralizar todos los organismos presentes. Uno creó moho y el otro no. Sus detractores (Needham, Leclerc) argumentaron, irreductibles, que la larga ebullición destruía principios vitales, lo cual impedía la aparición de microorganismos. Un matraz especial ideado por Pasteur destruyó cualquier posibilidad de admitir la generación espontánea. La vida no surgía espontáneamente y era necesario buscar otras causas. La microbiología ofreció algunas, y posteriormente la bioquímica y la biología celular abrieron paso a la determinación de la estructura del ADN, el encargado de trasmitir la información genética, eso que nos permite ser de una forma y no de otra, parecernos a nuestros padres, en ocasiones calcarlos.

«Sin el ADN, los organismos vivos no podrían reproducirse, y la vida, tal como la conocemos, no podría haberse iniciado», la afirmación la hacía Isaac Asimov en 1972 en ‘Asimov´s Guide to Science’. En 1996 el Instituto Roslin lograba clonar a la oveja Dolly. La noticia dio la vuelta al mundo. Se abría un escenario de perspectivas insospechadas. Sesenta y cuatro años atrás, Aldous Huxley en ‘Un mundo feliz’, había anticipado algo parecido. Un mundo estratificado de seres procreados «in vitro». Rosalind Elsie Franklin, que habría leído el libro, al fotografiar en su laboratorio la doble hélice del ADN, pudo tenerlo presente, adivinar la existencia de una futura Dolly.
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