Devil Creek

Con la inspiración de Luvina, de Rulfo, la autora compone este singular relato, situado en un lugar asfixiante, que acaba llevándonos a los abismos misteriosos del ser humano

Natalia Franco Caurel
08/08/2020
 Actualizado a 08/08/2020
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El viento soplaba trayendo hacia tu cara un calor endiablado. La temperatura alcanzaba los cuarenta y siete grados en las horas centrales del día y el sol caía a plomo sobre un paisaje de aspecto marciano. Apenas había vegetación, tan sólo un cactus aquí y otro allá rompían la monotonía de la llanura de color naranja. La línea del horizonte se veía desdibujada y el cielo estaba salpicado de pequeñas nubes deformadas por la canícula.

A lo lejos, sobre la superficie de la carretera, se percibían como unos charcos de silueta incierta, a buen seguro espejismos fruto del calor dominante.

Llevabas sesenta kilómetros conduciendo tierra adentro sin cruzarte con ningún otro coche. El silencio sólo lo rompía el sonido del motor, las ráfagas de viento y el ruido de algún que otro cuervo que sobrevolaba el terreno, contraponiendo al color ocre y naranja el negro azabache de su plumaje.

Pusiste la radio y el locutor anunciaba con voz maquinal: «Son las seis y cuarto de la tarde, queridos oyentes, la temperatura es de cuarenta y dos grados en la parte sur del estado, cuarenta y cuatro en el resto, tengan cuidado si salen de casa. Protéjanse del sol y de sus efectos».

Viste a lo lejos una estación de servicio y paraste en el estacionamiento. Entraste en el aseo y te refrescaste la cara. El lugar era pequeño pero tenía aspecto de limpio. El típico aseo de un bar de carretera con alicatado blanco de arriba a abajo y un espejo rajado que te devolvió la imagen de tu cara fatigada de color bronceado.

Al secarte las manos reparaste en los círculos de sudor que manchaban tu polo bajo la zona de las axilas. Tus botas camperas y el bajo de tus pantalones estaban cubiertos de polvo. Abandonaste el aseo y te dirigiste al empleado de la estación de servicio para explicarle que eras el nuevo ingeniero que la Central Wifi había contratado para hacer un estudio de campo sobre la viabilidad de montar unos repetidores en la zona. «Ah, sí –te respondió el hombre con gesto campechano–. Leí algo de eso en el periódico hace tiempo. Creí que todo se había quedado en agua de borrajas. Ya ve que aquí estamos en medio de la nada y olvidados del resto del mundo...».

Le dijiste que lo comprendías y le preguntaste si en Devil Creek había algún lugar para alojarse. El hombre te respondió que había uno, el Royal Hostel, regentado por la señora Smithson y dos de sus hijos. Acto seguido le preguntaste si tenía tabaco rubio. «Sí, ahí adelante, sírvase usted mismo», te respondió con amabilidad. Entonces, giraste sobre tus talones y cogiste dos cartones de tabaco, dos botellas de zumo de naranja, una tableta de chocolate y una bolsita de caramelos de menta. Un ruido te sorprendió. Era el ruido de un motor. Miraste hacia afuera a través de la pequeña ventana de la estación y viste pasar un enorme camión cisterna que dejaba escapar dos pitidos de claxon que se distorsionaban antes de desaparecer en la nada... El dependiente de la estación exclamó: «Es el joven Jimmy Hastings. Pasa por aquí casi a diario. Es la manera que tiene de saludarme… sabe, es un buen chico. Va hacia Devil Creek, y también se aloja en el Royal. Seguro que llegarán a hacer buenas migas. En Devil Creek no hay mucho que hacer... este endiablado calor no se lleva bien con el esfuerzo físico. La gente evita salir innecesariamente cuando el sol todavía brilla. Salen por la noche y toman el aire en los porches de las casas. Hay una pequeña biblioteca, un centro cívico, una piscina, un bar y un supermercado. Los únicos entretenimientos para los niños y jóvenes del poblado. El poblado más cercano está a treinta kilómetros al nordeste. Es Winton Road, donde yo vivo... Si uno no está acostumbrado a este calor y a esta forma de vida, puede llegar a trastornarte un poco, ¿sabe? De noviembre a marzo el calor es más llevadero, y las lluvias dan un poco de tregua, pero a partir de abril esto es como una olla a presión, igual que el mismísimo infierno. Yo no soy de aquí. Recuerdo cuando llegué para hacerme cargo de esta estación de servicio. La primera noche no fui capaz de pegar ojo, las sábanas se me pegaban al cuerpo debido al calor. En la habitación del hostal no había aire acondicionado, sólo un pequeño ventilador de techo. Aunque abrí la ventana no corría ni gota de aire. Las siguientes noches me acostumbré a dormir con unas bolsas de hielo sobre las piernas y los brazos, era lo único que me proporcionaba una sensación de frescor suficiente para echar cortas dormitadas interrumpidas a menudo por la acuciante necesidad de beber que me despertaba de repente. Tardé dos o tres años en acostumbrarme a este clima maldito, pronto comprenderá lo que le digo».

Aquel buen hombre parecía no acabar nunca con su perorata. Y tú no sabías qué decirle, cómo quitártelo de encima. «Cuídese, y recuerde que este calor se mete dentro de uno y lo seca por dentro, pero supongo que usted no va a quedarse mucho en Devil Creek». Con desgana, le dijiste que en Devil Creek te quedarías medio año, y tal vez otros seis meses más, si todo te iba bien allí. «En ese tiempo podrá sentir este calor en todo su esplendor, se lo digo yo, que llevo aquí casi treinta años. Lo dicho cuídese y no deje que el tiempo aquí lo fría», insistió el viejo, con el rostro curtido por el aire y unas arrugas que quizá le hicieran parecer más viejo de lo que en realidad era. Te despediste de él, agradeciéndole su amabilidad y saliste de la estación recordando las últimas palabras del viejo: «Cuídese y no deje que el tiempo aquí lo fría...». De repente, imaginaste la gran llanura como una enorme sartén que exhalara calor y vapor procedentes del mismísimo centro de la tierra... Y te viste a ti mismo como un trozo de carne viva aún, preparada para ser frita lentamente... Esa imagen te revolvió el estómago produciéndote una arcada que subió a tu garganta. En ese preciso instante, tiraste el cigarro apagado al suelo y te subiste al coche, aún te quedaba media hora larga para llegar a Devil Creek, y el sopor del calor ya se estaba adueñando de ti. Tuviste que parar un rato en el arcén de la carretera y beber algo de líquido. Sacaste una botella de zumo y la abriste con premura. El tal Jimmy Hastings, al que se refería el viejo, nunca llegarías a encontrarlo. Ahora lo recuerdas. Tampoco llegaste a alojarte en el Royal. Ni viste nunca Winton Road. Qué extraño todo.

El viento volvía a soplar y el calor continuaba siendo implacable. El termómetro del coche marcaba cuarenta grados y aún era de día. ¿Estarás acercándote al mismo infierno?, pensaste. Entonces, abriste el maletero del coche, retiraste la manta y echaste una ojeada al pico, a la pala, al pasamontañas y sobre todo a la escopeta de mira telescópica. Ay, la escopeta... ¿Acaso llevabas el mismo infierno dentro de ti?...

Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León (Campus de Ponferrada)
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