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Despropósito de enmienda

28/01/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Presto a darnos cierta medida de las cosas, aclara el diccionario que rectificar es reducir algo a la exactitud que debe tener. Reducir, precisa, quizás porque la reducción a la verdadera dimensión supone un esfuerzo de honestidad y mesura que no siempre estamos dispuestos a hacer, aunque compense.

Sirva esta definición a propósito de alguno de esos reportajes de periódico que podrían figurar en la antología del disparate y que demuestran ya no una ínfima preparación, sino el anhelo de notoriedad (y de negocio) a toda costa. Más allá de la hilaridad o el desdén concretos, se pregunta uno por el declive y descrédito de los medios de comunicación tradicionales, achacado casi siempre a la competencia ‘desleal’ de los emergidos nuevos medios de comunicación. Poca mea culpa se practica, aunque mucha se lea y se publique, y sin embargo, parte de esa pelea se pierde cada vez que se renuncia al escrúpulo y el rigor que antaño se atribuía a esos medios, como el valor en la mili. Cada vez que provechos empresariales, patrones ideológicos o ínfulas personales se ponen por delante de la noticia para que no estropee el efectismo de un titular, se registra una baja.

Por otro lado, el intento de asimilación con el modo de comportamiento de las redes sociales ha provocado una servil renuncia a las propias señas de identidad, lo que sitúa a los medios tradicionales en el campo de batalla preferido por los medios emergentes, y desarmados para enfrentarlos. El ejemplo mayor de esa contaminación son los apartados de comentarios a una noticia, frecuente revoltillo, cuando no mera cloaca, donde puede leerse lo peor de cada opinión, las más de las veces sin firma ni argumento, un sinnúmero de sandeces frecuentemente agresivas o injuriosas.

Ambas características, la parcialidad y la permisividad con el insulto y la difamación han situado a los medios de prensa en la diana de los comentarios jocosos y las diatribas indignadas, un sinfín que se retroalimenta, con el mismo o mayor merecimiento que las invectivas dirigidas otros entes públicos. Parece importar poco esta debacle en algo tan principal. No leemos rectificaciones ni petición de disculpas, ni explicaciones de errores de la propia prensa. Jamás se reconoce una equivocación, un desliz, ni apenas las erratas siquiera, o se hace de tapadillo. Ni hay enmienda, ni propósito, ni pesadumbre, pese a la evidencia del desatino. Pese a quien pese.

Quizás cuando ya no importe, cuando las hemerotecas además de identificar a quienes arrastraron su profesión por el fango provoquen idéntica irrisión que hoy a los aficionados al chismorreo cronístico, alguien lamente que frente al «difama, que algo queda» no se optara por el rectifica, que algo sana. Pero no. No está el horno para esas reducciones, aunque sí lo esté para las culinarias y para aquellas a lo absurdo.
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