Los 101 kilómetros Peregrinos, desde dentro

Opinión | Rubén G. Robles

Rubén G. Robles
02/05/2019
 Actualizado a 19/09/2019
El Equipo USBA ‘Conde de Gazola’ fue el tercer clasificado en la categoría de equipos militares veterano masculino. | L.N.C.
El Equipo USBA ‘Conde de Gazola’ fue el tercer clasificado en la categoría de equipos militares veterano masculino. | L.N.C.
No sabe uno con cuál de las dos cosas quedarse, si la belleza del paisaje o la hospitalidad de las gentes de estas tierras. Este viaje a los 101 Km Peregrinos, 24 horas por el Camino de Santiago de invierno, comenzó hace mucho tiempo, cuando una compañera me dijo que no me podía llegar a imaginar la dureza y dificultad de esta prueba.

El 27 de abril, sábado, se celebraba la 10ª edición. La ciudad de Ponferrada, orgullosa de su historia templaria, orgullosa de su tradición hospitalaria, nos saludaba para despedirnos de buena mañana. Atravesamos sus bellezas, sus proporciones de ciudad pequeña, pueblo grande, sus calles y la talla de sus pequeñas plazas. Nos despedíamos de ella de día para volver, sin saberlo, sin intuirlo, de madrugada. Comenzaba el día con el vientre de las nubes sobre nuestras cabezas, sin anunciar ni aliviarnos de nada.

Comenzábamos a subir desde la orilla del río Boeza a la del Sil, a media ladera, como se andaban antes las sendas, a medio bosque, sin perder de vista ni el bosque, ni el camino, ni la aldea. Las cepas gruesas y duras se retorcían viejas, colgadas de las laderas, ejemplo de trabajo, de esfuerzo, de resistencia. El camino empezaba a dar sus primeras muestras. La energía viva, los bastones aún atados y sin desplegar sus piernas, signo de nuestro primer espíritu y quizás demasiada confianza en nuestras fuerzas.

Los avituallamientos, llenos de luz, de calor, de fiesta, donde se prueba el aliento de que queda menosLlegó pronto el barro a la sombra de las fuentes de agua, los charcos que ya habían visitado las bicicletas y los bastones tuvieron que ponerse manos a la obra. Sonábamos como insectos de cuatro piernas. Seguíamos a media ladera, de vez en cuando la senda se rompía y caía buscando el agua de la aldea, bajábamos al pueblo, a disfrutar del manjar del ánimo, la música y la fruta, buenas vituallas, las cosas sencillas son las cosas buenas. Nos ofrecían aliento y naranjas las personas que habitan esta tierra berciana, mineros de oro, mineros de la vid y de la huerta.

Pasaban los pueblos y el camino subía a la ladera. Nunca vi tanta belleza apoderarse a la vez de tantas cosas. El camino subía apoyándose sobre las cepas viejas, los montes cubiertos de vegetación rutilante y espesa. El calor ni ahoga ni molesta y el camino sigue revolviéndose, nos dejamos caer por la cuesta, llaneamos, subimos y bajamos con ritmo saludable, queremos cumplir hitos, tiempos, dosificar la fuerza, es normal, nos decimos, la primera vez es la primera. Y todos pensamos, como si fuera un mantra: hay que correr con cabeza.

Al mediodía el cielo rompe y se abre a toda la primavera: aromas de jara, colores, verdor, luz, temperatura, todo se combina de manera perfecta. Llegamos a Puente de Domingo Flórez con buenas sensaciones, sin lesiones y toda la fuerza. Pasta, sándwich de jamón y queso, fruta, bebidas refrescantes, sombra y agua fresca. Revisamos las mochilas y cambiamos algunas prendas.

Los maratonianos se despiden de nosotros y de la prueba pasado el kilómetro cuarenta, ducha y a casa. Para el resto la ascensión, la cuestona, la cuesta, el cortafuegos, de nuevo la mata de la jara y sus aromas, la altitud, la hermosa vista, el atardecer y su luz, todo el esfuerzo mezclado a sangre con la belleza. Y cuando cumplimos el hito de encumbrarnos antes de encender las linternas, pasamos el trópico de que solo nos quedan 30. De vez en cuando y de pronto, sin esperarla, una bandera de España dando fuerza al alma y alas a las piernas.

Y entonces, cuando va llegando la noche entre las rocas más altas, bajamos de nuevo al fuego y calor de las aldeas. De nuevo los avituallamientos que parecen tómbolas llenas de luz, de calor, de fiesta, donde se comen humildes sopas de ajo y se prueba el aliento de que queda menos y de que ya no queda nada y la consigna de que estamos de vuelta.

La noche es noche y se cierra y volvemos a subir a media ladera, bajadas a fuego, barro que no vemos, piedras sueltas, luces lejanas que señalan direcciones y distancias que se acercan. La ciudad a la orilla, pero parece que se aleja, Ponfe en la distancia, sus casas que parece que duermen, están en vela. Algunos saben que es de noche, otros estarán de fiesta y otros nos esperan.

Los peores kilómetros siempre son los que quedan, nos recuerda la experiencia. Cruzamos puentes, vemos la sombra de un castillo gigantesca, el río nos ofrece ruido, humedad con su presencia y cuando como resucitados volvemos del río, de la media ladera, de la profundidad de una noche antigua y mágica que parecía iba a ser eterna, comemos un sándwich caliente, nos hacemos la foto, y nos colgamos la medalla de la hospitalidad, de la fertilidad, del esfuerzo compartido, del compañerismo, de los valores de la milicia, acompañada la experiencia de todo lo que ha dado de sí esta tierra, en esplendor, en sabores y en belleza…

El esfuerzo ha merecido mucho la pena a pesar de tener todo el sueño del mundo y llevarte a casa rotas las piernas. ¿Y el año que viene? ¡Quién sabe! Piensas.
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