Tengo la fastidiosa sensación de que me estoy haciendo mayor, entre mayor y muy mayor. ¿Que en qué lo noto? Pues hombre, como en el chiste del bombero: por el casco, por la manguera, por el camión.... Por cosas así. Lo noto, por ejemplo, cuando paso una noche en una tienda de campaña en lugar de en mi cama; eso que me encantaba hacer cuando tenía 15 o 16 años, lo vivía como una aventura y me levantaba como nuevo, ahora lo vivo como una tortura, me levanto hecho polvo y me duele todo, empezando por el orgullo.
Lo noto cuando vuelvo al río donde aprendí a nadar y me asomo al puente sobre el tenebroso pozo de Los Caseríos: cuando tenía 18 años me volvía loco tirándome desde el puente una y otra vez y buceando hasta el fondo, pero la última vez que lo intenté sufrí un corte de digestión y creí que no salía del pozo; desde entonces, cuando me asomo a ese espejo oscuro se me pone de punta hasta el flequillo de mi primera comunión. Lo noto cuando subo tres pisos por la escalera y me falta más oxígeno que a un alpinista en la arista final del Everest; sin embargo, cuando tenía 20 años trepaba hasta la cumbre de la Peña Valdorria casi a la carrera, como un rebeco. Y lo noto, en fin, en que con 22 años tomaba diez cubatas de ron de garrafón «Cruzeiro», me cogía una borrachera bailona, pasaba la resaca durmiendo como un tronco y a las dos noches reincidía como un campeón. Y ahora me emborracho como una garrafa con dos chupitos aunque sean de marca, me vuelvo al barrio del Crucero dando tumbos y me paso tres días con resaca como si me hubieran dado con un tronco en la cabeza.
Lo que sí conservo y cada día me sabe mejor, como si fuera un vino Gran Reserva, es la afición por ese inútil juego que se llama ajedrez. Mi desgracia es que no encuentro fácilmente un compañero de partida que viva de la misma manera que yo esta pasión y sienta la misma loca euforia cada vez que aflora una jugada inesperada, quizá un sacrificio brillante, que deslumbra como un truco de ilusionismo.
Algunos dicen que sí, que a ellos les gusta mucho el ajedrez, y ciertamente se les puede ver jugando por los bares y no se puede negar que las mueven bien, sin duda; pero a la mayor parte de ellos les importa más ganar la partida que hacer algo bonito y en los análisis –para qué contar– no están interesados en absoluto en saber qué pasó y por qué, y mucho menos en adivinar qué pudo haber pasado –en el ajedrez, con frecuencia, lo más bello sucede únicamente en la imaginación de los jugadores–, solo quieren dejar bien claro que merecían haber ganado ellos y que una sola jugada de mala suerte, quizá porque el tablero estaba resbaladizo o por culpa de una lesión de muñeca (decía Tartakower que nunca había ganado a un rival que estuviera sano), les impidió conseguir lo que en justicia merecían.
"Lo que sí conservo y cada día me sabe mejor, como si fuera un vino Gran Reserva, es la afición por ese inútil juego que se llama ajedrez"
Como a mí me gusta jugar al ajedrez para divertirme manque pierda (ganar ya debe de ser la repera), a veces tengo que oír cosas como las que me dijo un rival al acabar una partida donde yo lo hice todo, lo bueno y lo malo, y acabé perdiendo pero gocé como un chaval, pero el tipo me echó una bronca por jugar un ajedrez romántico pasado de moda. Cuando me sucede esto es cuando me siento realmente un bicho raro, un espécimen en peligro de extinción. Empiezo a pensar que a lo mejor me estoy haciendo viejo también para esto y no puedo por menos de recordar con arrasadora nostalgia las partidas salmantinas con el Maestro Llorente, cuando la magia surgía todas las noches sobre el tablero, o las que jugaba con mis amigos del clan de los sicilianos, Carlos, Pascual y Paco; o a Mariano Krausen rebautizando los gambitos a su gusto. Ya ni siquiera me quedan las partidas con Camilo y Parkinsón en el Bar Montecarlo “lo mejor de León, sin dudarlo”.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, descubro nuevos compañeros de diversión, como Jim, un americano con flema inglesa que se parece a Gary Cooper en «Solo ante el peligro» pero es más pacífico que el ejército de Andorra; o como Heliodoro, un entusiasta de la vida que es casi capaz de convencerme de que una victoria suya vale por tres mías. Con gente así uno recupera la ilusión de los primeros tiempos.
También estoy empezando a pensar en potenciales rivales y –puestos a imaginar– estoy deseando que se aficione al ajedrez Secundino «El huído». Solo de pensar en una partida con él se me acelera el corazón. Y es que, tal como están las cosas, prefiero perder una partida con Secundino y aguantar su brasa durante una semana, que ganar a otros para que luego me miren con cara de talibán en septiembre. Y ganar a Secundino… Ganar a Secundino ya sería el paraíso, el walhalla, la felicidad. Yo creo que precisamente por eso él no quiere aprender a jugar al ajedrez: para no darme esa satisfacción, ¡será cabrito!