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De la desconexión portuguesa del reino de León

José Luis Gavilanes Laso
19/11/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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Ahora que la palabra ‘desconesión’ está de moda, veamos someramente como se produjo en el caso de Portugal respecto al reino de León, allá por la alta Edad Media. Hasta Alexandre Herculano, historiador portugués decimonónico, la doctrina corriente era que los portugueses tenían por antepasados directos a los lusitanos y a Viriato como caudillo héroe de la madre patria. Doctrina que se asentaba en la aseveración de que ‘luso’ fuese sinónimo de portugués, cuando realmente la Lusitania era una provincia romana de la Hispania Ulterior, o terrtorio al sur del Duero que abarcaba, además del territorio portugués, toda la actual Extremadura española y la provincia de Salamanca hasta la Sierra de Gredos. Opinión sustentada desde los tiempos del humanismo renacentista en las páginas de la obra de André de Resende ‘De Antiquitatibus Lusitaniae’. Herculano rechazó la ecuación o correlación luso-portuguesa, afirmando que el reino de Portugal fue el resultado de la revolución y de la conquista en la voluntad de ser independiente.

La tesis de Herculano originó un verdadero cisma entre los investigadores. Se comenzó a discutir si Portugal tuvo desde dentro de sí su aspiración autárquica y la voluntad de sus moradores fue suficiente para conseguir la independencia absoluta. Por su parte, Américo Castro, afirma, en ‘La realidad histórica de España’, que la peculiaridad nacional portuguesa descansa por haber sido entregadas las tierras al sur de Galicia, en tiempo de dependencia del reino de León, a una dinastía borgoñona, tras los esponsales de Enrique de Borgoña con Teresa, hija bastarda de Alfonso VI. Si es así, como afirma Castro, Portugal no nació y creció desde su propia existencia, como ocurrió con Castilla, sino de ambiciones exteriores, cuya dependencia, según el propio Castro, ha causado a Portugal a lo largo de su historia indudables grandezas pero también algunas miserias. Los intereses borgoñones se fortalecieron con la llegada posterior de los caballeros del Temple y los monjes del Císter, que, unidos a la fuerte personalidad del primer rey de Portugal Afonso Henriques, hijo de Enrique y de Teresa, consolidaron la soberanía de Portugal.

A la tesis de Castro se enfrenta la del filólogo portugués Teófilo Braga, quien sostiene que la nacionalidad portuguesa ya estaba esbozada nada menos que desde el siglo II a. C. en el ímpetu de resistencia a Roma de los lusitanos acaudillados por Viriato y en el subsiguiente auxilio lusitano prestado a la secesión hispánica de Sertorio.

Otras tesis han sido propuestas fuera del marco de la historia y de la política, fundamentadas en determinismos de carácter geográfico, étnico, antropológico, psicológico, lingüístico y hasta somático, en los que sería prolijo y poco provechoso entrar. En la mayoría de estos casos se pretende encontrar «raíces profundas» para Portugal, retrasando el embrión de sus orígenes.

El hecho nacional, como ha puesto de manifiesto el historiador portugués José Mattoso, no es un fenómeno unilateral, sino algo que se ajusta a determinadas características humanas, colectivas, objetivas y políticas. Como fenómeno humano no puede tener como fundamento exclusivo la geografía física; como fenómeno colectivo no puede nacer de decisiones voluntarias o individuales; como fenómeno objetivo es independiente de la conciencia individual de los habitantes del país, de sus deseos o decisiones, de su comportamiento o de su psicología o anatomía; y como fenómeno político admite una cierta amplitud de soluciones en cuanto a la forma de autoridad y autogobierno, aunque nunca se puede considerar como definitivo

En el catálogo de propuestas, aunque sea de modo sumario, sí nos merece fijar la atención en una tesis muy sugestiva de carácter socio-económico, apuntada por el ensayista portugués António Sérgio, quien descarta los condicionamientos geofísicos (orografía, hidrografía, geología) y tampoco se adhiere a las tesis expuestas por Américo Castro y Teófilo Braga. Sérgio da en cambio importancia capital al factor geográfico de la ‘posición’ de Portugal en el continente europeo, como ‘instrumento’ verdaderamente eficaz para reforzar la voluntad de independencia. En el modo como el pueblo portugués fue arrebatando tierra a los moros, dispensando el auxilio de los otros pueblos peninsulares. La voluntad de independencia, según Sérgio, no hay que buscarla en la nación entera sino en la clase que se impuso a las demás. Las líneas fronterizas de cada uno de los Estados coinciden con los límites de la porción de habitantes que la clase dominante de ese mismo Estado consigue mantener bajo su gobierno, obligándola a servir y pagar tributos. La frontera es la línea que marca, pues, el equilibrio entre las fuerzas antagónicas de expansión económica de dos clases dominantes avecindadas. Hay que recorrer las respectivas historias, en nuestro caso concreto, la peninsular, para observar cómo se presentaron en las diferentes épocas las fuerzas políticas verdaderamente eficaces para constituirse como independientes de las demás. En el recorrido histórico de Portugal se dio la voluntad de la burguesía comercial y marítima en la crisis del fin del siglo XIV que dio origen a la dinastía de Avis, fortalecida tras la victoria aplastante contra Castilla en Aljubarrota (1385). Más tarde, gracias a los intereses de esa burguesía, exigida a contribuir en las guerras de Cataluña y Europa, tuvo lugar la restauración de la soberanía nacional portuguesa en 1640, que había sido arrebatada por Felipe II (Felipe I en Portugal) en 1580 ante el vacío ocasionado por la muerte del rey don Sebastián en la batalla de Alcazarquevir.

Cercana a esta tesis es la apuntada por el mencionado José Mattoso. Para este historiador la formación de la consciencia nacional portuguesa comienza por expresarse en el seno de minorías capaces de concebir intelectualmente la noción de pertenencia a una colectividad, y se va después propagando lentamente a otros grupos, hasta alcanzar a la mayoría de los habitantes del país. En Portugal, se revela primero, según Mattoso, en ciertos medios clericales. Es probable que después se propague a toda la corte y a los funcionarios de la administración que se presentan como sus delegados en todo el país, siguiendo a las órdenes militares y a las oligarquías de los concejos, más tarde a sectores cada vez más amplios de la nobleza y de la burguesía mercantil y, finalmente, con gran lentitud, y tal vez ya bien avanzada la época moderna, a las comunidades rurales. Antes de la batalla de Aljubarrota, las guerras entre el reino de Castilla y León y Portugal habían sido hasta ese momento simple lucha entre señores. Tras la aplastante victoria portuguesa, el toque de rebato hacia la nacionalidad que entonces se da, no envuelve sólo a un grupo de nobles, de vasallos obligados a combatir en virtud de lazos de fidelidad, sino a toda la población. Los símbolos identificadores y las armas ostentadas en esta lucha aparecen ya más como emblemas representativos de la nacionalidad que como signos de la autoridad regia. Si bien, concluye Mattoso, sería necesario investigar ese proceso de apropiación de las armas regias por parte de los portugueses como una señal de identificación asumida por su conjunto.

En cualquier caso, desechemos o admitamos total o parcialmente cada una de estas tesis, la soberanía portuguesa, reconocida a finales del XII, acabaría pronto su proceso de expansión reconquistadora y reforzamiento con la toma de Faro a los moros (1249). Portugal se constituye desde entonces una entidad política soberana con fronteras que, salvo ligerísimos retoques, –como los ajustes territoriales tras los tratados de Badajoz (1267) hacia el sur y de Alcañices (1297) hacia el norte– son las mismas que prácticamente hoy la separan de España. (Imagen de la Batalla de Aljubarrrota, según Jean de Wabrin, en la ‘Crónica de Inglaterra’).
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