12/02/2023
 Actualizado a 12/02/2023
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ería un programa de Iker Jiménez que no tratase sobre fantasmas en curvas de la carretera, copones medievales o paredes con manchas, sino sobre uno de los grandes misterios de nuestros días: quién se lo está llevando crudo en el sector de la alimentación. Se come buena parte del sueldo, la rebaja del IVA y lo que se ponga delante. Podría estar patrocinado por las organizaciones agropecuarias, que ponen el grito en el cielo acerca de sus mínimos beneficios o pérdidas pero señalan al Gobierno sin más como si señalarlo no fuera ya más que una costumbre perezosa en lugar de una denuncia seria que, imagino, tendría destinatarios más molestos y menos receptivos.

Aparte de las grandes fortunas levantadas a base de venderse productos de lujo a sí mismos y sus pares, pues no en vano unos pocos –¡poquísimos!– poseen la mayoría de la riqueza, los grandes negocios de nuestros días si no lo han sido siempre están en aquello de lo que no podemos prescindir, las cosas necesarias. Algunos de estos bienes han sido elevados a la categoría de imprescindibles con la ayuda de la obsolescencia programada y la construcción de una querencia ficticia: automóviles, tecnología, etc. La ropa ha agotado ese arquetipo travestida en una necesidad recurrente y caduca: entre la moda que exige cambiarla y la ínfima calidad de los tejidos, el leonés de Arteixo y sus colegas levantan montañas de tela, contaminan y consumen agua como si todo fuera gratis. Entre esos sectores básicos algunos aguantan aún en manos del Estado, por eso la pugna política se centra en ese terreno: contra los que vaticinaban hace pocas décadas el final de la distinción de los partidos, he aquí una diferencia meridiana.

Salud o educación, los más valiosos bienes, se han convertido en los epicentros de la ambición mercantil: nada más interesante para el empresario que un producto absolutamente forzoso. En los núcleos de esa pugna, la política podría resumirse jugando con alguna etiqueta tradicional: son progresistas quienes quieren conservar un modelo de bienestar público consolidado que los conservadores pretenden desmontar para beneficio propio y de los grupos de poder que los sustentan. El resto es folclore y ganas de enredar. A falta de cobro por el aire que respiramos, tarifa que está al caer –no en vano hacemos costosos viajes para regalar a nuestros pulmones «un poco de aire puro»– nos quieren cobrar por estar sanos y por saber leer, sumar y restar. Sobre todo restar.

Quizás sea más que una curiosidad que después de la gripe española, la pandemia que precedió a la nuestra hace un siglo, se produjera también otro episodio inflacionario. Entre este y la subida de tipos se diría que el incremento de los ahorros de los ciudadanos durante ese período de restricción de gastos regresa con orden a su montante natural. Y cuando digo orden me refiero a sus dos acepciones: la forma y el motivo. Al fin y al cabo, el capital sabe dónde está su sitio.
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