"Con seis años fui al monte de motril, lo único que recuerdo de la primera noche es que no lloré"

Felicísimo Martínez, hoy un teólogo de gran prestigio, fue en su infancia en su pueblo, Prioro, motril, un niño pastor en las majadas de aquellas montañas de León y Palencia

Fulgencio Fernández
11/06/2023
 Actualizado a 11/06/2023
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Que Manuel Rodríguez Pascual, el leonés que más ha estudiado y escrito sobre la trashumancia, diga de un libro de memorias que “es de lo más bello que he leído sobre el mundo del pastoreo” es mucho decir y un aval incuestionable.

Y lo ha dicho de un libro de reciente publicación, ‘Te regalo mi infancia’, con un subtítulo que lo aclara todo: Pastor motril desde los seis años’. Aún quedan algunos por añadir que nos hablan de un testimonio irrepetible: El autor es de Prioro, que en temas de pastoreo y trashumancia es la cuna; y el personaje, Felicísimo Martínez Díez, tiene todos los ingredientes para regalarnos unas memorias infantiles muy jugosas, pues se trata de un personaje de una profunda formación intelectual, autor de más de una decena de libros, la mayoría de tema religioso ya que este niño pastor, nacido en 1934, sería después fraile dominico, licenciado en Filosofía y Letras por la Complutense de Madrid y doctor en Teología por la Universidad Angelicum de Roma. Profesor y misionero en un buen número de países de América Latina, Europa y Asia.

Escribió Felicísimo Martínez estas memorias para los más cercanos, para su familia, para que no se olvidaran sus raíces y la aventura de aquellos niños pastores que tuvieron una infancia parecida a la suya: “Fui pastor de ovejas en la infancia, desde los 7 a los 13 años. Pasé los veranos de aquellos años con un rebaño de merinas , el ganado de la trashumancia, allá en las montañas deLeón y Palencia”, insistiendo en que es una gesta compartida, una forma de vida: “No fui el único, ni el primero, ni el último que emprendió ese oficio a tan temprana edad. Lo que hoy parece un relato de fantasía , era entonces realidad corriente para la mayoría de los niños de la montaña de León. Yo no fui un héroe”.

Mis padres se oponían, y quizá estaban en lo cierto, al pensar que era un contrato para un niño de solo 6 años, seguro que se les partía el corazón de tristeza el día que me tocara partir La belleza y sensibilidad en las descripciones, el realismo de los recuerdos, hizo que muchos le pidieran que publicara el libro. Lo ha hecho, pero con la condición de que sea el propio libro el que haga su recorrido, que él ya ha cumplido al escribirlo. Felicísimo Martínez es así, discreto, incluso tímido, y un pozo de recuerdos. «Lo más decisivo en este asunto es el cultivo de la memoria para buscar en ella sabiduría».

Era tan normal ser Motril o pinche en aquel Prioro de su infancia que, incluso, no estaba bien visto no serlo. «A los niños que no eran contratados para ser pastores se les llamaba ‘jaldetos’, con un cierto tono despectivo».

Contrato a los 6 años

Puede resultar muy llamativo pero, insisto, era lo habitual, que a un niño de 8 años se le hiciera un contrato de trabajo «de motril». Lo extraordinario en el caso de Felicísimo es que ni siquiera había llegado a esta edad.

Recuerda, escribe, cómo llegó un hombre a caballo a su casa. Pero en medio de la narración incluye el hoy fraile y entonces niño otros muchos detalles que nos retratan la vida de aquellos años, los pobres que recorrían los pueblos, los paisajes, las costumbres.

— El señor ató el caballo a la argolla que todavía está clavada en la pared de la casa y entró hasta la cocina. Me parecía viejo, muy viejo, como le suelen parecer a los niños casi todos los adultos (...) eso sí, muy respetable en aquellos pueblos porque se trataba de un mayoral, el mayoral del rabaño de Don Faustino, el comandante de Tejerina. En el mundo y la cultura de la trashumancia llegar a mayoral era hacer carrera.

La soldada eran 30 duros o 150 pesetas por los cinco meses, más algunos beneficios:el pellejo de una oveja y un cuarto de cada oveja muerta o despeñada o matada por el lobo «Le faltaba un ‘motril’ o un ‘pinche’ y a por él venía a casa del madreñero de Prioro. Yo estaba allí, acurrucado en la cocina, lleno de excitación y curiosidad. Las ganas de emprender el oficio eran muchas y, en aquellas fechas, un mayoral solo podía venir a Prioro a buscar motriles. (...) La mayor parte de los muchachos (niños, para ser más exactos, llegado el mes de junio, abandonaban la escuela rural y se iban a los puertos con los rebaños hasta el mes de octubre.

— Mis padres se oponían, y quizá estaban en lo cierto, al pensar que era un contrato demasiado prematuro. Seguro que se les partía el corazón de tristeza el día que me tocara partir. (...) Debía incorporarme en el mes de junio y resulta que yo no cumplía los 7 años hasta entrado ya el mes de julio.

El mayoral no había mostrado demasiado entusiasmo al verme. ¿Cuántos años tiene el muchacho? preguntó de inmediato. ’Seis’, le contestaron. Y yo me apresuré a añadir: ‘Pero muy pronto voy a cumplir siete’. No fue suficiente para despejar las dudas del mayoral. ‘Es muy pequeño. Habrá que esperar otro año más’. Se me encogió el corazón de frustración y desencanto. Mi padre, de todas formas, añadió: ‘Es cierto que es demasiado pequeño, pero tiene unas ganas enormes de ser pastor. YO creo que hasta le gustaría dormir con el son de los cencerros al fondo. Cuando lo llevo conmigo con las vecerías se ve que se le da bien y tiene idea de pastoreo».

- Podemos hacer una prueba. Eso sí, si el muchacho no responde, se lo traeré de vuelta a casa.

Y así fue como Felícisimo, en expresión suya, vio los cielos abiertos y tuvo su contrato ¡con seis años de edad!, desde junio a octubre «por 30 duros o 150 pesetas» (de 1947), más o menos una peseta al día.

Ante la ‘protesta’ del padre por el sueldo, el mayoral, hizo alguna concesión: «Se puede completar la soldada con algunos beneficios más: el pellejo de  una oveja y un cuarto de cada oveja muerta o despeñada o matada por el lobo».

Y recuerda Felicísimo Martínez que sí obtuvo alguno de aquellos beneficios, un pellejo de oveja muerta: «Fueron 11 pesetas a añadir al sueldo base. Se lo llevó uno de los pellejeros que recorrían los pueblos en octubre o noviembre».

No considera explotación infantil lo sufrido, sino fruto de otros tiempos, y reflexiona: «Ganar el primer sueldo a esa edad es una experiencia única. A cualquier niño le convierte en una especie de adulto prematuro».

La primera noche

Sabiendo que con 6 años comenzó a trabajar surge, inevitablemente, la curiosidad por saber qué haría un niño al verse en un chozo, lejos de su familia. Felicísimo Martínez recrea, cuenta con pelos y señales, aquella primera noche. Antes, la despedida, de los suyos:«Salimos de la cocina. Atravesamos el portal hacia la puerta..., todos en silencio. Cargaron sobre el caballo mi sobrio ajuar: una manta y un fardel con un poco de comida y un poco de ropa. Yo me coloqué el zurrón en bandolera y cogí la porracha. (...) Primero fue el mayoral el que montó su caballo. Luego me subieron en volandas a las grupas y, tras la orden del amo — «¡arre, Cavila!»— el caballo partió carretera abajo. «Ten cuidado hijo».

Recuerda el viaje, el tren, y llegó aquella primera noche: «El viaje había tenido sus recompensas: la ilusión de encontrarme con el rebaño, el orgullo de montar a caballo, ver el tren por primera vez... pero cuando se acercaba la noche, todo se volvía en contra mía. Me daba miedo, mucho miedo, me entró la tristeza hasta el fondo del alma, que sólo un orgullo tan grande en un cuerpo tan pequeño impidió que se tradujera en llanto.

¡Qué paradojas tiene la vida! Detrás de aquella primera noche fuera de casa vendrían otras muchas, cientos de ellas... Y llegaría a desaparecer completamente el miedo a la noche o en la noche, incluso en medio del monte, en la soledad total, acompañado solo por los perros, las ovejas, los burros...».

Y remata el capítulo recuperando lo que más recuerda de aquella primera noche. «Quizá no lloré porque necesitaba ser valiente como tantas veces me decían los mayores. Quizá no lloré por miedo a que me devolvieran a mí casa por inútil e incapaz de ser pastor. Quizá no lloré porque estaba cansado de la larga jornada y tantas sensaciones nuevas y tan seguidas. Lo único que recuerdo es que no lloré... Y lo único que sé es que fue la primera noche que dormí fuera de mi casa, fuera del hogar, a la intemperie de todo cobijo familiar...». E imagina al recordarlo que probablemente «todo esto hizo que me quedara profundamente dormido mientras los adultos seguían conversando. Alguien debió cubrirme con la manta, que es el gesto más característico de quien vela el sueño ajeno».

Las migas canas

Van desfilando por el libro, por los recuerdos de Felicísimo Martínez, mil detalles de la vida de los pastores. Los oficios diversos y complementarios, el día a día, los sugerentes nombres de tantas cosas o la dieta, curiosa, que habla de la austeridad de aquellas vidas.

El desayuno era casi siempre el mismo, unas sopas de pastor, que son sopas de pan, no de ajo«Para la alimentación de los pastores, el dueño del rebaño costeaba: el pan, el aceite, la sal y nada más. Disponían los pastores también de la leche de las cabras y de la carne de cualquier animal muerto o matado, sin tomar muy en cuenta el estado de conservación de la misma. (...) El desayuno era casi siempre el mismo, unas sopas de pastor, que son sopas de pan, no de ajo, porque éste no entraba en el presupuesto. La cosa era muy sencilla. El pastor migaba las sopas. La preparación era simple y elemental: un poco de aceite en el caldero o, en la mayoría de los casos, sebo; se calentaba o se derretía; una pizca de pan para que no se quemara el pimentón, si lo había, para darles gusto y color; agua hasta que hirviera, sal y luego pan... y nada más. Se dejaba que se posaran las sopas, que se enfriaran y estaban listas para comerlas. (...) Si había leche algunos pastores vertían un poco de leche en las sopas. Les llamaban sopas canas, como llamaban migas canas a las migas con leche. Mientras el pastor hacía las sopas,yo observaba y observaba con unas ganas enormes de aprender».

Pero la tarea del motril era otra, fregar los cacharros, mejor dicho el cacharro, pues normalmente se reducía a fregar el caldero, pues comían todos en el mismo caldero cada uno con su cuchara. Se fregaba con un manojo de escobas verdes tomadas directamente del campo.

Aprovecha esta mirada a la dieta para recordar otras tareas del motril: «la siguiente podía ser barrer el chozo con una escoba». «Cuidar a los perros con esmero y tenerlos contentos...».

Son solo algunos ejemplos de la belleza, humana y literaria, de unos recuerdos que van de la noche al día, de la paz del monte al ataque de los lobos, de contener el llanto y la risa franca. Unos recuerdos que Felicísimo Martínez nosofrece envueltos en las tapas de un libro, ‘Te regalo mi infancia’.
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