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Cerrando a negro

13/09/2020
 Actualizado a 13/09/2020
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Durante este mes aún puede verse en el Museo de Sabero la exposición de fotografías de Cecilia Orueta sobre la mina y su final. Vayan si tienen ocasión. La recomendación por delante, pues su autora señala con mano de cirujano o de operador cinematográfico aquello que debe observarse y querríamos hubiera sucedido de otra manera. Apenas cabe señalar reparo a la profusión de los fotogramas, que quizás se aprietan en las salas. Por lo demás, la muestra persevera en la imagen de la amargura de los pueblos y gentes que vivían de la mina, llevada al despeñadero del último día con tristísimos momentos de ese final captados a quemarropa. Su título y el del libro que las recoge, ‘The End’, recuerda la catarsis de aquellos wésterns tan populares o al evocador libro de Julio Llamazares, ‘Escenas de cine mudo’.

No resulta extraño que la mina produzca épica y lírica tan a menudo, tizne de veta melancólica su recuerdo o extraiga ardor heroico de sus angustiosos episodios. No abundan, sin embargo, las explicaciones. Apenas conocemos o trascienden motivos y claves, una narración objetiva que, tal vez, sea tarea de los historiadores cuando ya nadie viva para descifrar la mina más allá de su mitología. El propio Museo regional de la minería y la siderurgia de Sabero, que con tanta prosopopeya anunció la Junta en su momento como solución o compensación al abandono de la actividad en ese valle, elude, quizás como acto fallido o inconsciente, exhibir ese cierre, explicar la sociedad que lo habitaba y la que queda, contar por qué, cómo y quiénes. El programa museológico que –hay que decirlo– no fue responsabilidad de quien lo dirige ahora, se centró en el funcionamiento mecánico de artefactos replicados y explotaciones ya inaccesibles y arruinadas, dejando para proyectos posteriores (y meritorios) el encuentro con la comunidad que padeció ese trauma. Ese que tan bien representa Orueta en su muestra. El que se ve desde la perspectiva de los humildes y afectados, pero no hasta el punto de encontrar una explicación que nadie les ha dado, tal que fueran destinatarios de un maleficio, una respuesta más allá del paisaje humano en que se han convertido, más allá de esa colonización que la autora evidencia.

En ese sentido, y solo en ese, épica y lírica han llegado a tupir un fascinante bosque que a menudo no permite apreciar los árboles y la flora extraña, la fauna invasora que dejó tras de sí un panorama de vagonetas herrumbrosas, naves abandonadas, cerros negros, rostros vencidos y vidas rotas. Aquellos que, como Pepe Isbert en el papel de alcalde de Villar del Río, se fueron sin dar una explicación y cuyo rostro, lustrosas oficinas y coches, evasiones y victorias nunca aparecen entre las fotografías del desastre. No quita lo dicho para la recomendación: miren también tras esas fotografías, en ellas se esconde el reverso de esa historia.
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