15/09/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Cualquier población en la que a uno le toque en suerte nacer tiene su encanto: en su caserío, su vecindad y su paisaje. Mas crecer en una ciudad de raigambre episcopal, con altas torres y espléndidos vitrales, es una fortuna para la espiritualidad, el conocimiento y los sentidos: no hay en la ciudad mojón arquitectónico más relevante que las catedrales. Y si uno intenta adentrarse para comprender todo lo acontecido en ellas y qué las hizo posible, desde la colocación de la primera piedra, nunca satisfará del todo su curiosidad. Resultan inabarcables sus muchos atractivos, pues contienen pintura, escultura, arquitectura, música (en sus antifonarios, órganos, campanas y relojes), orfebrería, códices, suntuoso vestuario y significativos sarcófagos y sepulturas. Son fruto del acontecer de un largo tiempo, de una labor dilatada, inspirada en una gran simbología; y en ellas se ha ejercido un pasional oficio artesano, pues hasta los pináculos que anhelan cielo, aunque no los alcance jamás la vista, han sido tallados con primoroso esmero.

Contamos los leoneses con dos importantes catedrales, en Astorga y León; la primera, cátedra de obispo para una diócesis que, aunque en tiempos fue reducida, aún conserva arciprestazgos en tierras de Orense y de Zamora. Su conservación y mantenimiento, a través de los siglos, supone un reto importante para ambos cabildos y obispados, dado ese ingente patrimonio con que cuentan edificios de tan gran dimensión; como dificultoso resulta para los canónigos mantener vivos los propios oficios en la catedral, pues hoy en día han de atender, al tiempo, lejanas parroquias y otros cometidos pastorales. Han ido desapareciendo actividades esenciales como las capillas musicales; de hecho, el último maestro con que cuenta hoy León y Castilla es don José María Álvarez, en la catedral astorgana.

Ambas catedrales se construyeron para el culto y convivencia ciudadana (como sus predecesoras románicas) y ahí están, con una nueva sensibilidad de las instituciones, pues han sido cuantiosas las cantidades invertidas en su conservación o rehabilitación (labor que no finalizará nunca); también velan por ellas asociaciones de seglares, que organizan actividades religiosas y culturales. Desde niños nos han sorprendido, o emocionado, por su majestuosidad, sus volteadas campanas, los variados registros de los órganos, las escenas, oro, carmín y cobalto, de las vidrieras… Han deparado a través de los tiempos una ingente literatura (universal y local), como la ofrecida por Julio Llamazares, viajero por las catedrales leonesas y de toda España, para «deshojarlas como rosas de piedra», desde el uno de septiembre de 2001, en Santiago, hasta el pasado Viernes Santo, 30 de marzo, en San Cristóbal de La Laguna.

Acaba de publicar Llamazares el segundo volumen (la presentación del primero, ‘Las rosas de piedra’ tuvo lugar en la catedral leonesa el 22 de mayo de 2008) sobre este empeño de tantos años que, según él mismo, responde «a la fascinación por las catedrales, desde que era niño y vi por primera vez en compañía de mi padre; y luego también el deseo por conocer el país en el que nací y en el que vivo más a fondo. Porque lo que parece un libro sobre catedrales es en realidad un libro de viajes por España a través de sus catedrales». No es propósito vano desplazarse, una y otra vez, al encuentro de los 75 templos mayores de España, cuando para el viajero no importa tanto la visita como cursar estancia. De esta suerte, en ambos tomos, al lector no solo nos ofrece datos históricos, artísticos o legendarios, sino el pálpito de la ciudad en que la catedral está enclavada, con el azar de los personajes que dentro de ella o en las calles el viajero encuentra. Este pálpito presente es, al tiempo, en Llamazares un continuo y contrastado pálpito pasado.

A propósito de la segunda entrega sobre las catedrales, ‘Las rosas del sur’, centrada en Madrid, Extremadura, La Mancha, Levante, Andalucía y los dos archipiélagos, he sentido la necesidad de volver a las páginas incardinadas en nuestra ciudad. Según cuenta Llamazares, llega en una mañana, bien temprano (del verano de 2002), y al entrar en la catedral se percata de unos obreros que están emplazando unas vidrieras; al tanto están el autor de las mismas, Benito Escarpizo, y los donantes, los sacerdotes Velado Graña. El periodista Martín Martínez, que en 2006 sería nombrado cronista de la ciudad, se explaya en explicaciones sobre tan majestuoso templo y manifiesta su desacuerdo por el reciente entablamiento de la vía sacra; el papel de cicerone, una vez finalizada la visita, lo desempeñó su amigo, el pintor Sendo.

Sí que es verdad, como Llamazares dice, que en la historia de las catedrales está representada la propia de las ciudades, y de sus gentes. En mayor medida para los que vivimos en ellas, pues en esta relectura, suscitada por tan gratificante prosa a lo largo y ancho de España, uno aprecia cómo se evapora el tiempo, que no puede abrazar ya a algunas de esas personas mencionadas y muy queridas, pero su escritura, sus vidrieras, en el propio templo que los inspira, permanecen para hacer más intenso el fluir de nuestra vida.
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