Carta abierta del coronavirus

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Ana López Sobredo | 01/08/2020 A A
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Carta abierta del coronavirus
Taller de relatos de la Universidad de León Con ingenio y ‘La Peste’ de Camus como referencia, la autora nos ofrece este relato original, en el que el protagonista es el Coronavirus, que se dirige a la Humanidad como si fuera un ser humano más, para alertarnos de su poder
Permitan que me presente. Pertenezco a una familia aristocrática, de alcurnia, los llamados coronavirus. ¿Les suena de algo? Me llaman Covid-19 aunque mi nombre de nacimiento fue SARS-CoV-2. Ya ven, supongo que serán cosas de familia.

Soy pariente cercano de otros virus como el SARS, que también tuvo su origen en la lejana China, el MERS, que surgió en Oriente Medio, y de la gripe estacional H1N1.
Aunque no soy tan agresivo como dicen, o quizá sí, ya no estoy seguro, pues eso, a pesar de no ser tan letal como otros de mi misma especie, he aprendido a transmitirme con mucha más facilidad y rapidez que mis parientes. Así, he conseguido ser ‘trending topic’ en las redes sociales y número uno en los noticiarios. Me encanta la popularidad.

He logrado poner contra las cuerdas a gobiernos de todo el mundo, incluso a aquellos que decían que yo era cosa de chinitos o un simple resfriado, un constipadito de poca monta.

Y ahora que están en aislamiento he de recomendarles a ustedes la lectura de una novela titulada ‘La Peste’, escrita por aquel brillante gabacho llamado Albert Camus.

Aunque el protagonista no era en aquella obra un pariente próximo, entre otras razones porque se trataba de bacteria, que era sensible a los antibióticos, la novela es o parece una premonición de mis logros.

En aquel relato, la pandemia se circunscribía a la ciudad de Orán, urbe próspera y populosa de Argelia, que por aquella época era un protectorado francés; yo, en cambio, he conseguido abarcar casi todo el planeta y continúo ampliando mis dominios. ¿Hasta dónde llegaré? Misterio. He de reconocer que he gozado de muchos más medios para propagarme que la peste que asolara la ciudad argelina, porque hoy la gente se mueve con mayor velocidad que antaño, con lo cual me han allanado el camino y el trabajo, ahora las personas se mueven a una velocidad agobiante por este mundo globalizado.

También he de decir que en Orán la peste bubónica encontró a un adversario irreductible al cansancio, un tal doctor Rieux, que se mostró aguerrido como un titán. Ahora, en España, yo me he topado con muchísimos doctores Rieux. Y por supuesto con multitud de sanitarios que los apoyan, con una solidaridad sin precedentes por parte de muchos colectivos, lo que me hace sentir aún más eufórico en cuanto a mis logros, a resultas de la lucha encarnizada que mantengo con ellos.

En Orán mis parientes bacterias utilizaron las ratas para propagarse, yo, en cambio, opté por un animal más exótico, el pangolín. Ustedes, los humanos, tan faltos de previsión y confianza en sí mismos, me dan risa.

En Orán las ratas tomaron las calles, sembraron de muerte en las aceras y la enfermedad se contagió rápidamente entre los habitantes. En pocas semanas se decretó una cuarentena. La ciudad tuvo que cerrar sus puertas. Y nadie pudo entrar ni salir de la misma. Aquí al parecer promulgaron tarde cuarentena tarde, quizá muy tarde. Y es probable que lo hicieran así por el temor a perder votos. Siempre los políticos con sus votos. Con ese pavor a cesar en sus cargos. Antes prefieren perder vidas de sus compatriotas que malograr prebendas. Y eso juega siempre, quiéranlo o no, a mi favor.

En Orán los cementerios se colmaron de cadáveres, y la peste transmutó la ciudad en un lugar indeseado. Aquí, en cambio, no alcanzan a inhumar a tantos muertos porque los apiñan en pistas de hielo para ganar tiempo.

Como conmigo los antibióticos son ineficaces, andan alienados a la búsqueda de una vacuna, de un tratamiento que sea útil. Y los científicos trabajan contrarreloj, la inmensa mayoría con encomiable abnegación, con horarios imposibles, que serían sancionables por la Inspección de Trabajo. Al acecho se muestran las multinacionales farmacéuticas, deseando ser las primeras en conseguir la vacuna o un tratamiento eficaz, que les permita enriquecerse aún más, mucho más de lo que ya son. Pero yo les prometo que haré lo que esté en mi mano para ponerles todas las dificultades habidas y por haber.

En medio de la miseria, el doctor Rieux se quedó en Orán para luchar contra la enfermedad arriesgando su vida. He de confesar que no entiendo esta actitud heroica. Ustedes, los humanos, me asombran porque son capaces de las generar las mayores miserias y las mayores atrocidades. Pero también las mayores glorias. Y como por arte de magia logran sacar lo mejor de sí mismos, volviéndose generosos, abnegados, altruistas. Y demostrando una inmensa capacidad de amar, dispuestos a sacrificar sus vidas por los demás, dejando aparcada su facultad de odiar, su egoísmo, su ambición personal.

El heroico doctor Rieux se resistía a ver morir a sus pacientes y yo observo en butaca de primera fila a esos sanitarios que acompañan a los moribundos y les cogen la mano en sus últimos momentos ante la ausencia de familiares. Y de nuevo me fascinan.

Me maravilla observar que en épocas de epidemia, tanto entonces como ahora, emana de la gente lo peor en forma de egoísmo, insolidaridad, irracionalidad, pero también lo mejor como la solidaridad, la filantropía y la entrega a los demás.

Estoy seguro, casi seguro, de que al final me aniquilarán (quizá esa no sea la palabra, porque yo no soy un ser vivo, aunque pudiera parecerlo), pero les aseguro que por mi parte pondré todo mi empeño en dificultarles al máximo la tarea. Y si me derrotan, que me derrotarán, un pariente cercano volverá para hacerles una visita en breve. No se olviden. Pero, como ustedes suelen ser olvidadizos y desaprenden pronto lo aprendido, regresaré (yo mismo o bien alguno de mis parientes) para causarles de nuevo los mayores infortunios.

Hasta pronto. Hasta la próxima peste.


Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León (Campus de Ponferrada)
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