Carlista por estética

Así se confesaba Valle-Inclán, refiriéndose seguramente a la tradición porque representa unos valores sólidos y contrastados, una imagen ya expurgada de la escoria del presente, algo imposible de ver en el tiempo que uno vive

Bruno Marcos
08/07/2020
 Actualizado a 08/07/2020
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Siempre me gustó aquello de Valle-Inclán de confesarse carlista por estética. Seguramente se refería a que prefería la tradición porque presenta unos valores sólidos y contrastados, una imagen ya expurgada de la escoria del presente, algo imposible de ver en el tiempo que uno vive. En el suyo agonizaba un mundo antiguo frente a uno nuevo, pero el viejo se llevaba consigo algunos tesoros, entre ellos la propia estética en la que había nacido artista y que tendría que fecundar con futuro para que no pereciera. Su carlismo, en cierta medida, podría ser visto como un dandismo a la española. Baudelaire en Francia sintió venir las hordas de personas corrientes que destruirían las pocas cosas bellas que quedaban del pasado sin dejar nada más que vulgaridad y estruendo. Valle, en la España de la Restauración, notó que su marqués feo, católico y sentimental daría paso a personajes bufos con los rasgos deformes de las caricaturas que camparían a sus anchas en un trozo de tierra que sería la versión grotesca de un país moderno.

Me ha llamado la atención leer estos días la noticia de que el Instituto Leonés de Cultura quiere recuperar la figura de Antonio de Valbuena, el olvidado crítico literario de finales del siglo XIX que da su nombre a una calle y a un colegio y del que por desaparecer ha desaparecido hasta su pueblo natal bajo las aguas de un pantano. Exseminarista, tradicionalista, católico, candidato a diputado sin éxito, antiliberal, desterrado por breves lapsos, reaccionario, gran carlista y, sobre todo, uno de los críticos literarios más duros de su tiempo. Decía Azorín que fue tan desproporcionadamente popular en su día como inexplicablemente olvidado luego.

A uno de mis amigos ultramarinos le aparecieron en el Rastro no hace mucho las primeras ediciones de sus ripios, críticas que agrupó en volúmenes que llamaban montones. Pude entonces leer algunas cosas que decía contra escritores hoy sólidamente olvidados, más por el natural paso del tiempo que por sus demoledoras palabras: Gómez Vergara, Puga y Acal o un tal Duque Job, a quien tachaba de pobre diablo que ni era crítico ni nada y que decía tonterías en verso y en prosa sin temor ni sintaxis. De Salvador Cordero Buenrostro hizo una parodia completa valiéndose de su nombre al que, según él, contradecía en todo: no salvaba de nada, era más lobo que cordero y si no era feo al menos tenía mal gusto. Lo que uno ha leído parece del género cómico, eso sí, del cruel cómico. Escribió de él un tal Cachero: «…y donde pone la pluma sale un chichón enseguida».

Parece ser que habló bien de él Leopoldo Alas «Clarín», a quien como crítico también se le temía y del que se contaba que iba a Madrid de incógnito por miedo a las represalias de autores por él corregidos. Clarín pudiera ser que espolease así para hacerse sitio y que escampara en torno a su obra y se le dejase de llamar el Flaubert español, pero a Valbuena se le ve más furibundo, más a lo loco, sin más interés que el de fustigar porque encontraba sus causas viejas perdidas. Se ensañaba con los malos escritores como si querer ser poeta fuera una ofensa universal o haber hecho un verso que sonaba mal a su oído un crimen de lesa humanidad. También golpeaba a los buenos, a Galdós o a Unamuno, a quien llamó «inverosímil rector», «ignorante soberbio» de «aficiones rocinescas».

A los pobres jóvenes modernistas les quiso cortar las alas y a aristócratas o incluso obispos les llamaba, además de malos poetas, bajos y feos. Da la sensación de que hiciera crítica al adversario político a través de la crítica literaria, cuyo objeto no era mejorar el arte sino el escarnio personal que arrastrase el ideológico. Quién sabe si, como Valle, no pasase del carlismo por estética al esperpento por desesperación quedando él mismo caricaturizado.
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