El eco de aquel "error"

El artista José Antonio Santocildes y la escritora Nuria Crespo nos sorprenden con esta danza mágica que surge entre el dibujo y el texto, entre los trazos y las palabras, para que todos podamos disfrutar cada semana de esta peculiar colaboración

Nuria Crespo
José Santocildes
19/10/2025
 Actualizado a 19/10/2025
El eco de aquel "error"
El eco de aquel "error"

La culpa suele ser un huésped silente, un murmullo que se cuela entre las rendijas del alma y se instala sin pedir permiso, súbitamente, cómodamente y, en ocasiones, eternamente. Es un peso que cargamos sobre los hombros, tan intenso que es capaz de quebrar nuestros pasos más certeros. Es una sombra que se alarga en la noche, un eco que resuena en los rincones más oscuros y profundos de nuestra humanidad. La culpa no siempre llega con estruendo, sino que a veces se desliza como un río manso, pero profundo, erosionando poco a poco la firme roca de nuestra paz interior. La culpa nos abraza, nos envuelve, y aunque al principio parece un recordatorio de nuestra falibilidad, con el tiempo puede convertirse en una cadena que nos ata al pasado, impidiéndonos caminar.

Culpa... ¿Quién no ha sentido su mordida alguna vez? Ella no discrimina, no le importa quién seas o si tu error fue grande o pequeño. Puede nacer de una palabra dicha con rabia, de un gesto omitido, de una decisión que, en retrospectiva, nos hiere como un cuchillo. En ocasiones, es un arrepentimiento de lo que hicimos o dijimos; otras, por lo que no tuvimos el valor de hacer. Pero siempre es un peso, un peso que se enquista, un peso que se arraiga en el pecho como una raíz que no vemos, pero que sin embargo sentimos crecer, apretándonos el corazón, robándonos el aire.

Vivir con culpa es como cargar una mochila llena de piedras. Al principio, crees que puedes convivir con ella. Sigues caminando, te dices que es solamente una carga más, que eres fuerte, que puedes soportarla y, sobre todo, te dices que con el tiempo se aligerará. Pero no es así. La culpa no se disuelve sola; no se desvanece con el alba ni se diluye con las risas. Se acumula, se densifica, y pronto, lo que era una simple piedra se convierte en una montaña. Una montaña que presiona el cuerpo, que tensa los músculos, que acelera el pulso, que roba el sueño... La culpa, cuando no se atiende, cuando no se observa y trasciende, se transforma en dolencias que no siempre vemos venir: un dolor en el estómago que no explica la medicina, un cansancio extremo que no mitiga el descanso o una tristeza que se aferra al pecho como una niebla espesa que apenas nos permite avanzar.

Mentalmente, la culpa nos encarcela, convirtiéndonos en jueces implacables de nosotros mismos, golpeándonos sin piedad con preguntas que nunca obtendrán respuesta, con dudas que jamás se resolverán, con argumentos que no son justificables, con frases que ni nosotros mismos podemos comprender, construyendo un muro que nos impide vivir con normalidad y que nos aísla de la libertad de ser. Y entonces nos aislamos, porque la culpa nos hace sentir indignos, pequeños, merecedores de un cruel castigo. Y en ese aislamiento, la culpa crece, alimentándose de nuestra soledad y fortaleciendo nuestra incapacidad para soltarla.

Emocionalmente, la culpa es un veneno lento. Es capaz de usurparnos la alegría, el aliento e incluso la propia vida. Tiñe de gris los días luminosos, nos susurra que no merecemos amor, que no merecemos perdón, que nuestro error nos definirá para siempre. Y así, nos hundimos en la autocompasión, en el autocastigo, atrapados en un pérfido diálogo interno que no nos deja descansar. La culpa nos engulle, nos devora desde dentro, agazapada, esperando el momento de recordarnos que fallamos, tal vez a nosotros mismos, tal vez a alguien más.

La culpa puede ser un maestro, pero jamás nuestro carcelero. Errar es humano, es parte de nuestra mundana existencia, pero no podemos permitir que esos errores nos definan y que la culpa se apodere de nosotros. Sanarla requiere la valentía de mirarla a los ojos, reconocerla e integrarla, pero también compasión, esa compasión que tan fácilmente ofrecemos a otros, pero que tanto nos cuesta darnos a nosotros mismos.

Liberarnos de la culpa no significa borrar el pasado ni ignorar el daño causado. Significa hacer las paces con él. Significa pedir perdón a los demás y a nosotros mismos. Significa reparar lo que sea posible y aceptar lo que no. Significa soltar las cadenas y permitirnos volver a respirar. Porque la culpa no es nuestro destino ni el final del camino, sino una estación que en muchas ocasiones nos cuesta reconocer. Porque somos mucho más que nuestros errores, más que nuestras caídas. Somos seres en constante evolución, capaces de aprender, crecer y sanar. Liberarnos de la culpa, pues, es un acto de amor propio, un regalo que nos hacemos para volver a caminar ligeros y abrazar la vida con el corazón dispuesto y los brazos abiertos.

Si hoy te sientes bajo el yugo de la culpa, si sientes ese intenso peso en tu interior, detente. Observa. Respira. Mira dentro de tu propio ser. Analiza. Acepta. Integra. Perdónate y sigue caminando. Porque mereces liberarte, mereces seguir adelante, mereces mirar la vida con optimismo y volver a sonreír. Porque sí, lo mereces, todos lo merecemos.

Lo más leído