22/01/2017
 Actualizado a 17/09/2019
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Durante años mis traslados de Vegas del Condado, el pueblo de mi familia materna, a La Mata de la Bérbula, el de la paterna, los hice en el coche de Goyo Boixo, un medio primo de mi madre que, como veterinario responsable de la introducción de la inseminación artificial en la zona, recorrió diariamente La Sobarriba y las cuencas de los ríos Porma y Curueño durante cuarenta años. El coche de Goyo Boixo, cuyo modelo cambió en ese tiempo numerosas veces desde el Biscuter con el que comenzó (¡imposible saber los miles de kilómetros que haría!), formaba parte ya del paisaje de aquellos pueblos, lo mismo que su figura, elegante y llena de fuerza, más propia de un personaje de una novela de William Faulkner o Juan Benet que de un veterinario cuya rutina profesional no le dejaba tiempo para otras cosas. Durante cuarenta años, Boixo sólo libró los domingos, que aprovechaba para navegar en su barco de vela atracado en el Club Náutico de Luna.

Aquellos viajes con Goyo Boixo, que se eternizaban con las paradas en cada pueblo para inseminar las vacas que lo necesitaran o para charlar con un campesino o dejar el encargo que alguien le hubiera hecho de León o de cualquier lugar de su recorrido, los recordaré mientras viva como una escuela de aprendizaje, incluso como materia impagable de historias, de ésas que nutren la narrativa de un escritor. Porque Boixo, aparte de un excelente profesional, era un gran contador de historias propias y ajenas (la mejor que recuerdo suya fue la de aquella mujer que, en los primeros años de la inseminación artificial, le dejó, como era la costumbre, una toalla y una palangana con agua para lavarse al finalizar la faena… ¡y una percha para colgar los pantalones!) y un hombre con una visión de la vida muy singular. Las muchas horas de soledad conduciendo por las carreteras de La Sobarriba y de las riberas del Porma y el Curueño, así como su pasión por su profesión y por la vida campesina en general, le habían hecho un excelente observador de ambas.

Esta semana Goyo Boixo se despidió de este mundo en León, la provincia en la que nació y murió y a la que dedicó todos sus esfuerzos profesionales. Su vida plena quedará en el recuerdo de muchos, entre los que me cuento, no sólo por nuestro parentesco o amistad con él, sino por lo que significó de ejemplo de una profesión, la de los veterinarios, tan inseparablemente unidos a la historia y a la economía de la provincia leonesa. En mi caso, además, echaré de menos aquellos viajes que, mientras Goyo Boixo estuvo en activo, hacía cada verano una vez al menos en su Land Rover para revivir los que hice de niño por necesidad y por el placer de volver a oírle todas aquellas historias que, mientras íbamos de un pueblo a otro o mientras inseminaba a una vaca, me iba contando. Y, sobre todo, también, por sentir a su lado el pálpito de un oficio, el de veterinario rural, que en su caso era más que profesión una vocación.
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