Ausencia, el cáncer y la chica biónica

La bloguera Carmen Rodríguez, Profe10demates, nos hace reír y llorar con el relato de su lucha contra un linfoma

Valentín Carrera
21/09/2020
 Actualizado a 21/09/2020
Ausencia y su hija Carmen, el día de su primera comunión, estando ya ingresada en el hospital.
Ausencia y su hija Carmen, el día de su primera comunión, estando ya ingresada en el hospital.
He conocido a una chica biónica con superpoderes y quiero contártelo, a ti, amable lector o lectora, que has bajado al quiosco, como cada mañana, a buscar La Nueva Crónica, y regresas a casa, con tu mascarita, por la acera de la derecha de tu calle -el Ayuntamiento ha puesto unas flechitas-, mientras los enemigos contagiadores de virus circulan en dirección contraria. Flechita pacá, flechita pallá.

La chica con superpoderes que acabo de conocer circula, sin embargo, por el carril central, con desparpajo: es tan sensata que no desafía al virus, simplemente lo tutea. Ha conocido el dolor y el miedo, y siendo muy niña ha estado con un pie al otro lado del espejo; y de hecho allí lo dejó, el pie, y regresó de las garras de la muerte, os lo acabo de decir, siendo muy niña, para seguir caminando, disfrazada de bloguera y experta en Recursos Humanos, coautora con Sergio Castro de un libro que me ha hecho reír y llorar.

Todo lo que me llega de Sergio lo miro y leo con devoción, porque tiene esa admirable humildad de la mente científica, que resta importancia a las ecuaciones de tercer grado mientras te cuenta cómo la teoría de grafos explica el big bang de un neuroblastoma. Dicho de otro modo: cómo las matemáticas ayudan a comprender un tumor cancerígeno.

Sergio Castro y la niña biónica con superpoderes forman el binomio ‘Profesor10demates’medio millón de seguidores en YouTube: hace tiempo que su ciudad, Ponferrada, debería haber puesto su nombre a una calle, un parque o un instituto. La chica biónica que sonríe desde unos ojillos traviesos se llama Carmen; y su madre, Ausencia, que es un nombre digno de ‘Cien años de soledad’: «Frente al pelotón de fusilamiento, Ausencia Buendía…».

Con prólogo de Sergio Castro y con su empuje, Carmen Rodríguez ha publicado un curso de inteligencia emocional que debería ser libro de texto en las escuelas y en los hospitales: «Ausencia, el cáncer y yo», editado con mimo por Next Door Publishers, la autobiografía de una niña a la que diagnostican un linfoma no Hodgkin, un cáncer raro, aún más extraño en los años 80, , que cambia su vida y la de su modesta familia: «Antes de lo de Mari» y «después de lo de Mari».

Quienes hemos pasado por una experiencia similar, solo podemos leer las aventuras de Mari entre la sístole del corazón en un puño y la diástole de la carcajada; entre la emoción y el llanto; entre el dolor y la alegría. Extraño cóctel emocional: un reto para la teoría de grafos.

Además de Ausencia, Madre Coraje en las infinitas horas tejiendo a la cabecera de su hija, , ante el pelotón de fusilamiento está Benedicto, guardagujas de la MSP, mutilado en la guerra industrial que ha dejado tantos muñones en El Bierzo: quince horas diarias vendiendo chicles y pitillos en un quiosco chino de chapa en Flores del Sil. Una familia de sobrevivientes.

Cuando Carmen entra en la celda del Ramón y Cajal, comienza a desarrollar superpoderes: transforma la silla de ruedas en un coche de carreras, el quirófano en un criófano, y la burbuja en la que está confinada en el vuelo de una mariposa de colores. La larga estancia de madre e hija en Madrid, más de tres años hospitalizada, rodando de pensión en pensión, deja un cuadro costumbrista de posguerra: «La pensión de Petra, la patrona vampira del dolor humano, no es que fuera triste, no: era lo siguiente». Pero también está la pensión entrañable de la señora Mercedes, y la hospitalidad de la familia del Escorial. De posguerra rancia son los curanderos: el agua bendita o el estafador ruin que le sopla 5.000 pesetas al padre de Carmen, desesperado por salvar a su hija.

Sobre el doloroso relato médico, los vómitos que le produce la citarabina, los días de quimio, las noches de compresas frías sobre la frente, sin energía , se superponen las aventuras de los niños y niñas biónicos, sus correrías clandestinas por los ascensores y plantas del hospital, sus travesuras y disfraces, las amistades para siempre, la emoción cuando a un compañero de box le dan el alta y vuelve a casa; o el nudo en la garganta y el puñetazo en el estómago cuando queda una cama vacía: «Éramos niños, pero no tontos» , anota Carmen consciente, atenta, vigilante, aprendiendo a tutear a la vida, dispuesta a ganar la partida a la muerte.
Carmen gana con ayuda de la ciencia y con mucho humor, gracias a sus superpoderes: el relato de la excursión a la planta octava del hospital con José Luis, Maica, Pablo y Manuelillo es una infusión de risas: «Los disfraces habían camuflado tan bien nuestros miedos que hasta parecíamos niños sanos».

Casi al final, Carmen conoce a Marga, otra niña no Hodgkin a la que han amputado una pierna por la cadera; Marga, huérfana de madre y su padre pastor en Vitigudino, y ella sola en el hospital; y Carmen a su lado reflexiona sobre su madre, Ausencia, «que es la leche», a quien dedica el libro: «Juntas pasamos más tiempo enfermas que sanas, primero tú cuidaste de mí y luego yo de ti. A pesar de tanto dolor supimos reírnos ¡y de qué manera!».

Carmen adolescente se pregunta «si alguna vez le volvería a interesar a algún chico de este planeta»; y claro que sí, le esperaba el amor al final de la ecuación, al resolver la incógnita de segundo grado, esa que solo pueden despejar las chicas biónicas con superpoderes.
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