30/01/2022
 Actualizado a 30/01/2022
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Cuando a uno le pagan por contar en público la propia vida es que el ascensor social ha alcanzado el ático. Así lo observé esta misma semana en uno de los encuentros integrados en el V Foro de la Cultura que se ha celebrado en la ciudad de Valladolid. Tres reputadas pensadoras y creadoras, como calificaba un medio digital, estaban llamadas a dialogar acerca de un asunto sobre el que en realidad se pasó de puntillas, Cultura: tradición y modernidad. Sin embargo, más de la mitad de la conversación se entregó a que cada una de ellas nos relataran sus vidas, apasionantes sin duda y llenas de estímulos y anécdotas para el auditorio, sin que al cabo se entrara en el meollo de la trama. Naturalmente, se comentó la capacidad que la cultura tiene como ascensor social, y de ahí el comienzo de esta columna, e incluso, por seguir con el símil, se describieron los sótanos de la propia actividad cultural, es decir, la precariedad de tantas personas que malviven en ese sector y que sueñan con llegar también al ático un día.

A pesar de la deficiente arquitectura del debate, sirvió para confirmarnos que sí, que la cultura nos eleva desde la humildad de nuestras cunas, al menos en nuestra condición de seres pensantes y actores del conocimiento. Y lo que quedó claro una vez más es que el edificio cultural se asemeja hoy más bien a un páramo clásico, no tanto porque sea un terreno yermo en la creación, sino a causa del muy secundario papel que se le concede en la política. Así se aprecia en el debate electoral presente, dentro del cual no hemos escuchado propuesta alguna relativa a ese ámbito por parte de ninguna candidatura. Ese vacío es una mala señal. Por supuesto que hay otros ascensores sociales, debiera haberlos no obstante la grisura del paisaje, mas la ausencia de la cultura en los discursos es la ausencia del cultivo, es decir, la sequedad. De manera que, para quienes dudan su voto, examinar en esta materia los programas podría ser bien un elevador electoral o todo lo contrario.
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