05/09/2021
 Actualizado a 05/09/2021
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Llevo semanas de veraneo en el pueblo pero por primera vez paso por la plaza del caño, tan próxima, y allí está, una esquela, pegada al tablón de anuncios: Beatriz. Al día siguiente es el funeral…

Aprieta el sol de mediodía y algunos nos refugiamos en la sombra mezquina de árboles aún jóvenes mientras otros entran en la iglesia que se abarrota enseguida, de tan pequeña. Los de fuera charlamos en corrillos: era longeva, no sufrió, lo firmaríamos, todo hecho, ley de vida, el pasado abril le tocó a Etelvina… se invocan los tópicos como un exorcismo y después se pasa al recuento de enfermedades propias y ajenas, cerciorándonos de que aún afrontamos la maldición. Sale el cortejo y caminamos al cementerio, a pocos metros, con la cabeza gacha y el ánimo de circunstancias. En el pequeño cercado, los murmullos y el comedimiento concilian mal con el trajín albañil de los operarios de la funeraria. En todo entierro hay quien arroja el puñado de tierra y quien ha de aferrar una pala. Al final, algunos se acercan al viudo (viudo, suena extraño…) que de tan afligido no parece reconocer a nadie. Como si hubiera descubierto de pronto que ha comenzado a morirse también él. Los recuerdos sepultan el regreso a casa.

Apenas han transcurrido unos días. La distingo de lejos y pienso: la de entonces. Pero lucen demasiado nuevos su contorno negro y su cruz sombría. Me acerco y, en efecto, es una esquela distinta: Ana. El funeral repite lugar, hora, gestos, comentarios, aunque los asistentes hayan cambiado de ubicación en el escenario ligera, sutilmente: algunos espectadores son ahora, a su pesar, protagonistas, y las manos, abrazos y condolencias se dirigen hacia ellos como si la polaridad, un magnetismo aciago, hubiera cambiado de orientación en una especie de ruleta macabra.

Pasa muy poco tiempo y esta vez me entero por un vecino: Adonina. No asisto al funeral porque ya he vuelto al trabajo, pero puedo suponer pocas variaciones: los mutismos, abrazos y evasivas; los ademanes lejanos… se llevan repitiendo de siempre, pero cada vez menos concurridos. Solo el verano ha permitido que muchos estén aquí y alguien sentencia que gracias a agosto el pueblo mismo no parece muerto también.

Las tres habían apurado la vejez, las tres mantenían el pueblo en pie como se mantienen muchos, a hombros de mujeres ancianas que cuidan su casa, su familia, un huerto, una calle… ¿Quién lo hará en su lugar? Así se vacía esa España de la que se habla, no solo con la marcha de sus vecinos a la ciudad. Llega el turno de morirse a los que se quedaron. En apenas un mes tres vecinas de un pueblo con menos de medio centenar de habitantes, casi un diez por ciento en las rústicas estadísticas, un zarpazo feroz. Lentamente o, de pronto, con inesperada rapidez, como se derrumba un edificio, el pueblo cae, nombrándolas. Beatriz, Ana, Adonina…
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