Sin infancia y topo en las minas del Bierzo

Antonio da Silva Costa es uno de los muchos portugueses que llegaron a las minas bercianas, después de una infancia muy dura y un regreso a su tierra para el servicio militar que le llevó a la guerra de Angola

03/12/2023
 Actualizado a 03/12/2023
Antonio da Silva cuenta que, una vez jubilado de la mina, su gran pasión es viajar y estos días ha regresado a Portugal.
Antonio da Silva cuenta que, una vez jubilado de la mina, su gran pasión es viajar y estos días ha regresado a Portugal.

"He decidido contar mi vida para que mis hijos, mis nietos y quienes se asomen a ella sepan lo que ha costado llegar hasta aquí, que nunca olviden de dónde vienen". Así explica Antonio da Silva Costa los motivos que le llevaron hace un tiempo (en el confinamiento de la pandemia, como tantas otras historias) a ponerse en contacto con la editorial Círculo Rojo para llevar su vida, dura vida, al papel, a un libro cuyo título ya dice muchas cosas. ‘Sin infancia. Topo en la mina. Otra vida’, que es como definir en tres partes una vida con una dura infancia (y juventud) en Portugal; los duros inicios en la minería y 28 años de trabajo en ella y una tercera etapa, otra vida, que arranca seguramente en uno de los pasajes más emotivos de su biografía, su noviazgo, muchos años de mina y una integración total en su nuevo pueblo, Turienzo Castañero, donde fue concejal del Ayuntamiento y fundó la asociación cultural ‘Clube Popular’. Es la historia de uno de tantos mineros que llegaron desde Portugal a las cuencas leonesas, Antonio lo hizo hace más de 50 años y ahora es un leonés que regresa a su país con cierta frecuencia. «Mañana salgo para allá, para Caminha». 

"Con 11 años dejé la escuela para trabajar, pues veía como mi madre iba a trabajar para algunos labradores sin percibir sueldo, a cambio de un poco de comida para quitar el hambre" 

 

«Nací en Padim de Graça, en 1950. Fue dura mi infancia. Pero no se me dio a elegir, como suele suceder, ni patria ni otra infancia. María da Paz da Silva Oliveira, mi madre, había conocido a Ernesto da Costa Afonso y antes de casarse nacía yo y, ya se sabe, en aquellos tiempos no era bien visto que una mujer tuviera un hijo de soltera. Portugal vivía la dictadura de Salazar; y es un país de unas creencias religiosas muy tradicionales y conservadoras. La mujer con hijos y sin casarse estaba sometida a todo tipo de miradas sospechosas y críticas mientras a los hombres se les llamaba ‘machotes’».  Cuando Antonio tenía seis meses ya se casaron sus padres y hasta entonces su padre no le inscribió en el registro por lo que Antonio tiene una edad real y otra oficial, lo que le causó alguna complicación en su vida. «Eran tiempos de analfabetismo, falta de información y dificultades para acudir a organismos oficiales para realizar las gestiones oportunas. En la familia mis abuelos no sabían leer ni escribir y mi madre aprendió pasados los cuarenta años. Los niños desde bien pequeños teníamos que trabajar para ayudar en casa de modo que la miseria familiar fuera un poco más llevadera; como consecuencia, no se asistía a la escuela y el analfabetismo era la norma. Yo salí de la escuela con 11 años para ponerme a trabajar, era yo quien quería trabajar  pues veía, por ejemplo, como mi madre iba a trabajar para algunos labradores sin percibir sueldo, simplemente a cambio de un poco de comida para quitar el hambre».

- Aún recuerdo el frío y la humedad de los inviernos. A través del tejado pasaban la claridad, el viento y la lluvia cuando venía ‘cerciada’; en ocasiones, el agua de la lluvia corría por el suelo de la casa con la misma libertad que por la calle. ¿Calefacción? Ni en sueños; cuenta  Antonio para ‘rematar’ los detalles de una infancia para la que piensa que llamarle «dura» es poco y completa el cuadro con otros recuerdos: «Por las noches nos alumbrábamos con candiles de petróleo, una mecha de trapo empapada en petróleo, una vez encendida, producía con la llama una luz muy tenue, y tampoco disponíamos de cuarto de baño».

Al finalizar su 4º curso en la escuela, con 11 años, «decidí abandonar los estudios; no quería continuar y mis padres tampoco podían sufragar los gastos de los cursos siguientes aunque mi padre, que no pisaba la iglesia, me dijo que si quería ir al Seminario, le dije que no y me puse a buscar trabajo y mi primer oficio fue ‘engraxador’ (limpiabotas), ayudando a mi padre que aunque era albañil los fines de semana se sacaba un dinero con este oficio».

Pese a este oficio inicial común no fue buena la relación futura de Antonio con su padre pues «bebía mucho, solía volver ‘alegre’ o tardaba mucho tiempo en regresar; en esos casos yo procuraba acompañar a mi madre para ir a buscarlo. El ambiente familiar se hacía insoportable la mayor parte de los días, pues el abuso de la bebida se había convertido en costumbre y no entraba en mi cabeza que el poco dinero que ganaba, lo gastara en beber. Las broncas en casa eran habituales y acaban muchas veces en palizas a mi madre, yo me metía en medio para defenderla».

Sí hubo algunos momentos felices, vinculados a las visitas a la familia materna o la llegada de las primeras televisiones al pueblo, que iban a ver en las tabernas. Después de estar con su padres, también de ayudante de albañil, y trabajar en algunas casas «con 12 años entré en un taller de hojalatería, un trabajo llevadero, pero estuve poco tiempo, porque el sueldo solo me llegaba para comer un plato de caldo a mediodía;   después trabajé para  un pequeño constructor que tenía obras por los pueblos cercanos y debía ir a pie; llegaba a casa con los dedos en carne viva y las yemas de los dedos quemadas; mi madre me los curaba con unas gotas de aceite de oliva, me los envolvía en unos paños de tela atados. Con 14 años entré en Copel, una empresa más grande...». 

- Faltaban tan solo dos días para la aventura y escapada a España; confieso que para mí fueron aquellos unos días de nerviosismo y tristeza. Cuanto más se acercaba el momento, peor lo pasaba anímicamente. Mi cabeza era una bomba a punto de explotar. 

Era el siguiente paso en la mente de Antonio y dos amigos después de otros trabajos, a punto de cumplir 18 años. Sólo se lo había dicho a su madre, que lloró «a mares»pero le entendió y el 5 de octubre de 1968 fue el inicio de la pequeña odisea de llegar a España. Pasaron por Orense y les hablaron de Coto Vivaldi en San Miguel de las Dueñas, donde llegaron «después de tres días sin paladear una comida decente». Había trabajo pero aún no tenían 18 años, todo se complicó, pensaron incluso en regresara a Portugal pero no tenían dinero, incluso acudieron al cura de Bembibre pero no les hizo mucho caso, durmieron en un autobús abandonado... hasta que llegó un contrato en Carbones San Antonio pero... «cuando entregamos en el cuartel los papeles al sargento; los cogió y, de muy malos modos, dijo que no iba a firmar permiso alguno, que nos largásemos de allí rápidamente porque si no se vería obligado a detenernos y devolvernos a Portugal esposados». Regresaron a la oficina desesperados y allí «se encontraba un camionero, había escuchado en qué situación tan precaria estábamos y ante nuestra sorpresa, echó mano al bolsillo, sacó tres billetes de cien pesetas y nos entregó uno a cada uno. Me gustaría ayudaros más, nos dijo, pero no puedo».

Es el que llama Antonio una de las hadas madrinas que fueron apareciendo en su camino (como Rafael, Josefa, Pili y Gaspar) que le fueron allanando un camino muy duro, sobre todo la aparición de un grupo de mujeres que les mataron el hambre acumulado y no pararon hasta encontrarles trabajo... «al fin».  El 10 de octubre empezó su «vida de topo en la mina», la primera llamada a casa, el primer sueldo... «Poco a poco comencé a enamorarme de una chica de Turienzo Castañero como consecuencia de tantas idas y venidas cada domingo y de los continuos bailes con ella. Esa chica, María Encina, me conquistó el corazón y consiguió que me quedara en el Bierzo hasta hoy». 

"En una emboscada en Angola no solo se contentaron con matar a nuestros soldados; se atrevieron aún a algo más denigrante, les cortaron el pene y los testículos a machete"

 

Pero en medio hubo una guerra, en Angola, combatiendo a ‘los rebeldes’. Algunos recuerdos dejan muy claro lo que Antonio vivió allí: «La emboscada había sido preparada por la UPA, União das Populações de Angola. No solo se contentaron con matar a nuestros soldados; se atrevieron aún a algo más denigrante, les cortaron el pene y los testículos a machete, grabaron posteriormente el nombre del grupo guerrillero en sus cuerpos. Les dejaron desnudos. ¡Qué manera tan cruel de hacer la guerra!».

Fueron tres años ‘cumpliendo con mis deberes de ciudadano portugués’ muy complicados, nuevamente  duros, de vivencias inolvidables: «Aún conservo en mi retina imágenes de aquellos momentos; pobladores indígenas que vivían en la más completa miseria, medio desnudos, esqueléticos, carentes de agua y alimentos. Al vernos llegar, corrieron hacia nosotros pidiendo agua y algo para comer. Como seres humanos que somos, olvidamos en esos instantes que ellos formaban parte de la guerrilla, de los rebeldes; eran personas como nosotros; teníamos que hacer algo por ellos. Compartimos parte de nuestra comida y la escasa agua que aún nos quedaba. Fue emocionante verlos saltar de alegría». 
Seguramente  por ello su regreso, sus 28 años en la mina, en la batalla sindical con la UGT o la política con el PSOE, fue 12 años concejal, fueran casi «un juego de niños» para quien tanto había vivido aunque le tocara algún momento de máxima tensión. 

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