La primera fiebre del oro tuvo lugar en el sureste de Brasil a finales del siglo XVII, movilizando algo más de un millón de personas, la mitad de ellas esclavos procedentes de África. Una situación que se repetiría poco después durante el primer tercio del siglo XVIII en su región fronteriza con Bolivia. Hubo que esperar poco más de un siglo para que un nuevo movimiento minero fuese impulsado en California, quizás uno de los más conocidos, generando un importante movimiento migratorio en los Estados Unidos o, más recientemente, la televisiva "fiebre del oro del Klondike" en Alaska. ç
Hoy, muchos de los ríos de nuestra provincia viven su ‘Dorado’ particular, movilizando grupos de personas, procedentes de diferentes provincias españolas y otros países europeos, como Alemania, que se acercan hasta sus orillas para hacerse con el preciado metal. Una llamada turística que parece servir de acicate ante la pérdida demográfica que sufren muchas comarcas leonesas. Sin embargo, algo que a priori podría tener una importante repercusión económica positiva en las zonas rurales, empieza a convertirse en un verdadero problema. Pertrechados con esclusas y palas socaban en equipos de 4-5 personas los cauces y desmantelan las terrazas, removiendo varios metros cúbicos en un solo día y remontando los ríos para hacerse con el preciado botín. A menudo realizan quedadas a través de las Redes Sociales y postean sus vídeos que sirven de efecto llamada para otros buscadores de oro. Nada que ver con aquellos ‘aureanos y aureanas’ que hasta mediados de los ochenta se ganaban el jornal bateando las arenas auríferas en ríos como el Sil o el Miño.
Por el contrario, estos nuevos “garimpeiros”, nombre que evoca a los primeros mineros brasileños, duermen en furgonetas y recorren durante días las cuencas fluviales del Eria, el Duerna y el Sil para extraer unos cuantos gramos por jornada. Conocen bien las técnicas de extracción y utilizan diferentes métodos para abrir las grietas en las rocas o sumergirse en las pozas que, durante la época estival, presentan caudales bajos y son fácilmente accesibles. Esta actividad lúdica y ‘legal’, entre comillas, proporciona escasos beneficios económicos para las zonas rurales, pues estos grupos no pernoctan y tampoco realizan más que pequeños gastos en cafés y alguna que otra copa, con la que celebran los tesoros que cada jornada les brindan nuestros ríos.
¿Y cuál es la diferencia entre estas prácticas y una jornada de bateo con público, como las que se vienen organizando en los últimos años en nuestra provincia? En primer lugar, tanto la Ley de Minas (Ley 22/1973, de 21 de julio) como el Reglamento General para el Régimen de la Minería (Real Decreto 2857/1978, de 25 de agosto) y la Ley 42/2007, de 13 de diciembre, del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad de Castilla y León, no prohíben la actividad mediante métodos manuales, siempre y cuando el objetivo no sea la explotación de un recurso y no cause daños al medio natural. El problema lo encontramos cuando intentamos definir el término “explotación”. Aquí es donde entra en juego el sentido común y la conciencia para diferenciar una práctica lúdica con otra muy diferente que supone esquilmar un yacimiento. Con apenas una concentración media de oro en las terrazas fluviales de ríos como el Eria, que apenas sobrepasan los 50 mg/m3, sacar una pequeña cantidad no supone ningún impacto. El problema se plantea cuando para obtener unos cuantos gramos se realizan extracciones a gran escala y se llevan a cabo modificaciones en los cauces y sus depósitos asociados, situados dentro del denominado Dominio Público Hidráulico y en la «zona de policía» de nuestros ríos, para los que la Confederación Hidrográfica del Duero expide autorizaciones con objeto de controlar cualquier actividad extractiva, con las que todos esos “buscadores de oro” no cuentan. En las últimas semanas se registran quejas en nuestras comarcas por el impacto que esta actividad está generando, dado el bajo nivel de las aguas, lo que compromete el aprovechamiento lúdico que se hace cada año, como el baño o la pesca. La aparición de grandes pozas, socavones y rellenos antrópicos de profundos pozos (de hasta más de un metro de profundidad en algunos casos) suponen, además un fuerte impacto para el medio fluvial y las zonas de freza de la trucha, lo que afecta tanto a la flora como a la fauna de nuestros ríos y, en último término, a la distribución de sus cursos.
Y es que, como decía el filósofo Jean-Paul Sartre: «Estamos condenados a ser libres; condenados porque no nos hemos creado a nosotros mismos y, sin embargo, libres porque, una vez lanzados al mundo, somos responsables de todo lo que hacemos». La libertad nos hace dueños de nuestros actos. Sin embargo, mal empleada, perjudica a todos, pues termina imponiendo restricciones por las que pagan “justos por pecadores”. El río es de todos y su disfrute supone respetarlo y cuidarlo. Una actividad descontrolada está abocada a generar impactos negativos en el medio natural y restricciones que dificultan la actividad lúdica y educativa, por la que se viene luchando en muchos de nuestros ríos, y que ha venido atrayendo hasta hace unos años un turismo responsable y controlado a nuestra provincia.