

Al caminar por delante de la antigua sidrería, que esconde una gran paradoja, pasan por la mente de Severino numerosos instantes de su pasado en Bárcena. En una breve parada, coloca su bastón en horizontal para señalar un tejado casi caído. “A excepción de tres o cuatro casas”, que se vendieron por sus propietarios a un empresario que buscaba dar un impulso para restaurarlas para turismo rural. Actualmente, la iniciativa se encuentra estancada.
Bárcena de Bureba, a pesar de estar ya despoblado en aquel momento, vivió un sinfín de emociones en octubre de 2010. Acogió una boda que algunos definieron como “la del siglo”. “Dicen que se gastaron cinco millones de pesetas”, señala Severino, quien recuerda que se trataba de una familia importante que contrató sus propios cocineros y catering. Con una sonrisa en la cara recuerda que muchos formaban parte de las páginas de papel cuché. “Venían con autobuses y era obligatoria la chaqueta. Muchos vecinos se acercaron a verlo”, recuerda entre risas.
Pero aunque ese día el pueblo revivió su vitalidad, nunca llegará a alcanzar la esencia del Día de San Lucas, el 18 de octubre, fiesta de la localidad, “en la que se juntaba, sin haber aún luz, muchísima gente”. “Esto era la ciudad sin ley. Era la mejor fiesta de los alrededores. No había bailes por las noches porque se armaban jaleos. Venía un tabernero de Castil, porque aquí no había. Tenía fama de fiesta importante porque era la última del año en la zona”, rememora. Pero todo se torció cuando se levantaron los primeros tendidos eléctricos en la zona. Una votación en el pueblo decidió que no compensaba la inversión. Quizás fue el principio de fin.
Y el pueblo se apagó...Precisamente, la ausencia de electricidad pudo ser la culpable de vacío de Honquilana. “Cuando quiso llegar, ya era tarde”, rememora Miguel Perrino, quien ya había dejado la localidad vallisoletana cuando el 18 de enero de 1985 falleció el último habitante. Un día lluvioso, con la ayuda del paraguas, sirve de metáfora para andar entre el adobe que recuerda que allí existió un pueblo. Nicolás Alonso, su sobrina Mari Luz, Iván Nieto, hijo de ésta, y Miguel hacen de anfitriones de lo que hoy son sólo ruinas pero que en los años 40 amparó a 80 personas. “La gente se fue muriendo y otros emigraron”, asevera Nicolás.Perrino nació entre las casas de Honquilana en 1937 y lo dejó 48 años después. “Aquí jugábamos a los bolos o a la calva todos los días”, rememora, sin sacar las manos de los bolsillos. Incluso había frontón, del que no queda ni la chapa de falta. Muy cerca de éste atravesaba el pueblo un riachuelo con origen en un manantial del que bebía todo el pueblo. “Aún vierte agua. Mucha gente paraba a recogerla porque se decía que era buena para la salud”, sostiene Iván, que abandonó el pueblo cuando tenía tres años. Su familia se fue a pocos kilómetros, San Pablo de la Moraleja, del que ahora es alcalde.A Honquilana le tienen “gran aprecio” todos los pueblos de la comarca. Cuando hubo niños iban al colegio a San Pablo. Por las dos calles de esta localidad abandonada transita el Camino de Santiago del Levante. “En la antigua fragua aún se mantiene la concha que lo indica, aunque escondida”, susurra.Todos recuerdan que eran los comerciantes de San Pablo quienes se acercaban a vender a Honquilana. Cantidades que aumentaban cuando se acercaba la fiesta, el 17 de enero, San Antón. “¿Y donde se celebraba?”, pregunta Iván a los mayores; “¡en el portal de la casa de Miguel Perrino!”, exclama el resto entre risas. “Allí se metían dos músicos y bailábamos sobre todo jotas”, rememora Miguel sin perder ni un ápice la alegría de su rostro. Antes de ir a comer, un lunes de febrero, les viene a la mente una anécdota meritoria de recordar: “Tenían un tractor R8 con un generador que se enganchaba para ver la única tele del pueblo en Honquilana. Allí se juntaban los cinco que quedaban”, desliza Julián Senovilla, antiguo juez del distrito de la comarca.
Entre el mudéjar y una calzada romana
“Recuerdo cuando jugábamos y corríamos alrededor de la iglesia”, espeta Federico Bellido, sentado sobre una pequeña tapia que rodea esta joya mudéjar de Villar de Matacabras, otro pueblo abandonado, en este caso en Ávila. Por allí pasa una vereda de una calzada romana y allí concluye la escueta carretera AV-P-144, que ahora sólo utilizan dos ganaderos. “Hasta hace cuatro años vivía ahí el último habitante”, desliza, mientras señala hacia una casa baja, medio derruida, con semblante de adobe pintado en blanco y la fachada descascarillada. Su casa, sólo de paso, aunque a diario, es la única habitable. Ahora se asemeja más a un museo agrario. “Le falta un baño, pero podría adaptarla”, asiente.La Plaza de España sigue siendo la misma, o al menos así lo refleja la placa azul en una de sus esquinas. En los mejores momentos del pueblo se mantuvo una docena de viviendas abiertas, todas por encima del siglo de vida. Federico continúa su paso alegre por las calles, desde las que se escucha algún ladrido. Se dirige a una casa señorial y se adentra a pesar del evidente peligro de caída de los pocos techos que aún resisten. “Se me parte el corazón cada vez que vengo. En esta casa pasé mi infancia y ahora la han dejado caer”, denota emocionado.
Fueron sus abuelos los primeros de su familia en pisar Villar, para trabajar en la explotación agrícola de un “señor de aquellos tiempos”. Al entrar en la cocina una imagen le alcanza la mente: “Tengo la foto ahora mismo del momento en que nos sentábamos alrededor del escaño. Vivíamos muchos aquí cuando era niño; luego nos fuimos a Madrigal y sólo veníamos en vacaciones”. La despedida de la casa la ofrecen algunos varales suspendidos en lo que era la despensa y varias sogas colgadas del techo mohoso, acabadas en unas tapas de chapa de latas de conserva, que pretendían evitar que las ratas llegaran al embutido que se curaba.
Federico no esconde que el principal problema ahora es el cableado eléctrico que serpentea sobre las repisas de las pocas casas que se mantienen en pie, incluso con postes medio caídos. “Cuando se caigan, esperemos que nos lo arreglen y no nos dejen sin luz...”, se despide, lacónico, desde la entrada de la casa.