
"Juli hijo, toca el pito que vamos a llegar a una estación", le decía su padre. Y él, que no sabía si viajaba en tren o volaba de la ilusión que le hacía ir en aquella locomotora junto a su padre, se ponía de puntillas para tirar de aquel alambre antes de que unos subiesen y otros bajasen. Era en aquellas paradas en las que las mujeres del pueblo se acercaban al señor Julián con calderos para aprovechar el agua caliente de la máquina y llevársela a casa hasta que el maquinista ‘cerraba el grifo’ para no perder la presión. "Eran otros tiempos", cuenta Julián González, hijo del maquinista de la ‘3’ y autor del libro ‘El Tren Burra y Buenseñor’ donde recoge buena parte de todos esos recuerdos que le empañan ahora las gafas mientras los cuenta. Recuerda lo feliz que era en aquel tren, en aquella infancia que pasó rodeado de trabajadores del ferrocarril a los que le unía el cariño que profesaban a su padre.
Este empezó siendo un chaval colocando las traviesas por las que circularía después el Tren Burra, ese del que se hizo fogonero y del que acabó siendo maquinista. Pero el oficio de ser la cabeza de una de las líneas del Tren Burra que unía el sur de León con Palencia y Valladolid, atravesando Tierra de Campos, no daba para llenar las cinco bocas que había en casa. Por eso al hablar del Charango, que era como se le conocía en la zona de Palanquinos, es inevitable hablar del estraperlo, para el que este ferrocarril fue siempre una buena vía de transporte. Julián encontró en el pan blanco de Tierra de Campos su aliado para ganar un dinero extra.
Él vivía en Palencia con su familia y allí el pan era negro, del que se elabora con centeno. Entonces encontrar a la hora de comer un chusco de pan de harina de trigo se convertía en un manjar, el que Julián colaba en la cesta de la comida cada día. Cuando salía de casa no volvía hasta pasados tres días y en estas jornadas su mujer y sus hijos se acercaban a la estación de Palencia para que le acercasen hasta Medina de Rioseco el fardel de la comida, el que a última hora del día recogían con la fiambrera vacía pero con tres o cuatro panes que vender en el mercado negro. Cuando Julián padre volvía a casa al tercer día lo hacía con dos sacos de pan que tiraba antes de llegar a la estación por la tapia del cementerio. Allí le esperaban los hijos para escabullirse de los consumeros y llegar con él a casa desde donde lo distribuían a los clientes fijos con los que ya contaban y entre los que estaban don Severino, alcalde por entonces de Palencia, o el prestigioso médico Miguel López Negrete.
Como maquinista y ‘panadero’ se ganó Julián la vida, con la complicidad de su mujer y sus hijos para distribuir el estraperlo. Lo de ellos era el pan, pero Julián, el hijo del maquinista, recuerda que algunos lo hacían con carne y otros con legumbre. Descorcha los recuerdos y entre más cuenta, más le vienen a la memoria. Como que cuando se ponía el tren a 40 kilómetros por hora parecía que se iba a romper, cuenta agitando las manos rápido y encogiéndose en la silla como si recordase el ruido y el movimiento que sentía aquel chaval que iba orgulloso junto a su padre en la locomotora. "Algunos dicen que se llamaba Tren Burra porque pilló a unas cuantas, pero no, aquello era por la lentitud que tenía", dice. Al Charango lo adelantó el progreso, los coches, los camiones, los autobuses... El 12 de julio de 1969 no sonó más el pito del Tren Burra y Julián recuerda cómo caían sus lágrimas al ver en la tele su último viaje. Por eso el 11 de julio nos contó sus recuerdos, para hacer su penúltimo homenaje a tan querido ferrocarril gracias al que sobrevivieron él y muchos otros que ahora, 50 años después de su último viaje, lo siguen recordando.