"El día que estalló la guerra era mi primera sesión de quimioterapia"

Un febrero después, La Nueva Crónica ha reunido a un grupo de refugiadas ucranianas afincadas en León que comparten impresiones después de que les destrozaran la vida

Clara Nuño
12/02/2023
 Actualizado a 12/02/2023
Natati cambió una casa propia, un jardín y un huerto junto al mar por trece horas apretujada de pie en autobús hacia un destino incierto. «Tenía una vida perfecta y me la arrebataron», comenta en voz queda mientras recuerda que al principio se negó a marchar. Tendría que dejar a su marido allí, al cuidado de su madre y su suegra, con demasiados años como para emprender una huida. «Los primeros días, cuando sonaban las alarmas, bajaba al sótano con mi madre y mis cuatro hijos y esperábamos, en silencio, a que terminaran los bombardeos», continúa. Poco después le dijeron que Bucha, apenas a unos cientos de kilómetros de su hogar, en Berdyansk, había sido ocupada. «No quería dejar mi ciudad, pero en cuanto escuché que un montón de chicas, mujeres, habían sido violadas por los militares rusos no pensé en nada más. Cogí un par de maletas y a mis dos hijas. Ni siquiera me plantee a dónde íbamos a ir, sólo que teníamos que marcharnos», evoca con la mirada clavada en la mesa del bar donde está sentada, en León. Un lugar del que, un año atrás, ni siquiera había oído hablar.

Natati es una de las cinco refugiadas que se han reunido a conversar con La Nueva Crónica 365 días después de que comenzara la ofensiva rusa a Ucrania, cronificada en una guerra que ha agujereado la vida de millones de personas. El escenario del encuentro es un bar, el Olimpo II, regentado por Ivan. Un hombre que hace más de 15 años dejó un pueblecito ucraniano del tamaño de Trobajo por la capital leonesa. Se enamoró en España y echó raíces, pero sus padres y buena parte de su familia se quedó allí, en un país al que mira con tristeza y aprensión. Por todo ello, él hará de principal traductor en una charla de casi dos horas en la que se mezclan, chapurrean, superponen, tres idiomas. Inglés, español y, por supuesto, ucraniano.
Las edades son diversas. Hay una mujer mayor casi anciana, vestida en colores pastel, que sonríe con dulzura a quien la mire. Frente a ella se sienta Natati, de mediana edad, a la que acompaña una adolescente, Sofia, su hija menor. También está Liliya, chica joven que apenas sobrepasará la treintena. Le acompaña un niño pequeño que trota por el local y juega con las luces de las máquinas del bar. No le interesan las conversaciones de los mayores. Irena es la única que se ha quedado de pie, acodada en la barra, más seria que las demás. Es alta, de unos cincuenta años, lleva el pelo rubio corto y alborotado. Sus dedos juguetean con una botella de agua mientras escucha los testimonios de las demás.Es la anciana, Ludmila Bochkariova, la primera en hablar. Mucho antes de que Natati cuente que lo dejó todo atrás para evitar que violasen a sus niñas, de que Irena le pusiera nombre y apellido al dolor, de que Liliya diera rienda suelta a su impotencia contenida.«Él podría haber salido del país con el resto de la familia, pero no quiso. Dijo que se tenía que quedar porque si se marchaban los hombres la gente no iba a tener un lugar adónde regresar. Podría haberse marchado, pero mi Oleksii se quedó de voluntario. El día 29 tenía que cumplir 33 años»Fue Ludmila, también, una de las primeras refugiadas en llegar a León, alojada en el Centro Buendía Altollano -en Navatejera- que, desde el marzo pasado, reconvirtió parte de sus instalaciones en lugar de hospedaje para refugiados de guerra.«Ay… cuando era joven estuve trabajando más de 37 años en una bonita tienda de textil. Vendíamos ropa, trajes a medida, material para coser vestidos, de todo. Venían gentes de otros países a comprarnos las cosas a Kiev», rememora con nostalgia. En algún momento de aquella época murió su marido y, en la actualidad, jubilada y con su actual pareja se dedicaba a su gran pasión: cantar. Él tocaba el violín y ella participaba en un coro. Ahora, en León, ambos dan pequeños conciertos a los españoles minusválidos que residen en Altollano. Fue su hijo pequeño quién le dijo que viniera a España cuando comenzó la guerra. Había emigrado a Ponferrada en 2014, durante la ocupación rusa de Crimea. Ella le hizo caso y huyó, pero sólo llegó hasta Polonia por sus propios medios. La cuantía de la pensión no le daba para trasladarse a la península. «Durante las primeras semanas todo el mundo se acercaba a la frontera de voluntario. Fue así como conseguimos llegar hasta aquí, en un autobús que nos fletaron», recuerda.No está sola, le acompañan su hermana y su cuñado y sueña con que su hijo le compre una casa en Ponferrada para estar juntos. Pero es mucho dinero y habrá que esperar, porque él trabaja a temporadas como obrero. «Va donde le llamen, si lo contratan a 200 kilómetros allí se planta», afirma con una sonrisa. «Yo, mientras tanto, vivo en Altollano y bajo a la ciudad a hacer la compra, aunque me cuesta porque estoy esperando para que me operen de la rodilla. Pero la gente me ayuda, me lleva en coche hasta casa, ¡Y no me dejan pagarles!», Todas ríen.«El día que estalló la guerratenía mi primera sesión de quimioterapia», toma el relevo Irena y las sonrisas se deshacen en mueca. Cáncer de mama. Se lo habían detectado poco tiempo atrás, así que ella fue a su sesión oncológica, hizo las maletas y emprendió la huida con el cuerpo débil y magullado bajo los efectos del tratamiento. No podía permitirse el lujo de esperar. Su casa en Petrovksa estaba en pleno Donbás, la zona más afectada por la guerra durante las primeras semanas.Irena cuenta que no perdió ni una sola sesión de quimio en su viaje a León. «Tenía tratamiento cada 15 días, así que iba saltando de hospital en hospital. Debía llegar a tiempo a los sitios para no perder la cita», explica. La última sesión fue en la frontera con Hungría, después la trasladaron al hospital de León, donde ha sido atendida hasta la fecha. «Me han tratado con un bebé», sonríe.Eligió la ciudad a conciencia, no llegó por casualidad. «Es el lugar con el clima más parecido a mi tierra», asegura con los ojos vidriosos. Tiene dos hijas en España, en Alicante, ella se quedó sola en León, compartiendo piso con un español y un africano.Preguntada por los que dejó atrás suspira fuerte y comienza a hablar en un ucraniano que muta en balbuceo. En mitad de una frase rompe a llorar. Ivan le pasa una mano por el hombro: «Allí tiene a su madre, amigos, su nuera y sus nietos. Y mataron a su hijo hace dos semanas».«Él podría haber salido del país con el resto de la familia, pero no quiso. Dijo que se tenía que quedar porque si se marchaban los hombres la gente no iba a tener un lugar adónde regresar. Podría haberse marchado, pero mi Oleksii se quedó de voluntario. El día 29 tenía que cumplir 33 años», continúa con la mirada perdida.Luego toma un trago de agua de la botella de plástico que agarra con fuerza desde el principio de la charla. Da las gracias, se coloca la mochila y se marcha precipitadamente.Nadie habla durante un rato, el silencio salpicado por susurros en ucraniano. Natati saca un pañuelo de tela del bolsillo y se limpia las lágrimas. Entonces, la mujer joven habla por primera vez. «Es duro seguir con nuestra conversación, porque todas nosotras tenemos historias de nuestros amigos, nuestra familia asesinada. Y llevamos el dolor con nosotras, muy dentro», la voz se le quiebra, «No sólo hemos abandonado Ucrania, nuestras vidas también se quedaron allí». Estamos a punto de cerrar la entrevista, pero se suelta a hablar a borbotones. La rabia y la impotencia vibran en su voz.

Se llama Liliya Vyshyvan y viene desde Chernivtsi, la urbe que en marzo se convirtió en un refugio provisional para aquellos que no querían dejar el país. «No teníamos la más mínima intención de marcharnos, pero cuando nos dimos cuenta de que no había ninguna forma de proteger a nuestros hijos si nos quedábamos, entonces tomamos la decisión. León simplemente estaba lo suficientemente lejos para que nuestra familia estuviera a salvo», continúa.

Ella tuvo suerte, muchísima suerte, «una oportunidad entre un millón», porque su marido pudo salir del país con ella y los niños. «Hace unos años tuvo problemas de salud y le expidieron un documento acreditativo. Gracias a eso no tuvimos que dejarlo atrás, como les ha ocurrido a muchísimas familias», explica sombría.

Es abogada, aunque en León trabaja como profesora de inglés. Él, en un taller. Jóvenes y con estudios, han podido rehacer su vida, al menos en lo material, y tener su propio piso alquilado, a los hijos en el colegio hablando un español casi perfecto. Recuperar la independencia perdida.

«Pero nosotros sólo queremos volver a casa», comenta entre lágrimas, «no queremos esta guerra, no nos merecemos esta guerra. Los ucranianos somos gente normal, educados, amables, ¡Lo estamos demostrando!», aprieta los dientes. Y las demás asienten.

Natati la mira y es entonces cuando habla de su casa y su huerto, de su marido pescador, de los findes en familia. De cómo sus hijos aprendieron a sacar los peces del agua bien chiquitos y cómo ganaban su propio dinero trabajando en casa. «Uno de ellos se compró su propio ordenador sin ayuda», sonríe triste. Ahora tiene a toda su familia desperdigada por Europa. Huida de su hogar. Y se encuentra entre los afortunados.

«Durante aquel horrible viaje en bus tuvimos que pasar quince controles en los que nos hacían bajar a todos del vehículo. A los hombres les desnudaban de cintura para abajo, miraban el estado de sus cuerpos y los tatuajes. Después revisaban los móviles, para ver qué tipo de mensajes habíamos enviado», recuerda para comentar que lo peor era cuando se montaban los soldados rusos: «Nos sonreían y preguntaban si estábamos bien. A los niños les daban fruta y chucherías. Aún hoy no me explico cómo pudieron atreverse, ser tan crueles. Estábamos furiosos y aterrorizados».

Ella también viajaba con un cáncer a cuestas. Un Sarcoma que le han extirpado en el hospital de León. Para cuando se lo quisieron quitar ya medía 22 centímetros.

«Aquí nos tratan muy bien. Antes de llegar a Altollano –pues en la capital se negaron a alquilarle un piso– pasamos por Santibáñez de la Isla, un pueblo pequeñito, donde una pareja nos abrió las puertas de su casa», recuerda con cariño mientras repite sus nombres: Anselmo y Marta. «Además, en todo el pueblo sólo había un puesto de trabajo, hacía falta un jardinero, y me lo dieron a mí. Me lo cedieron», finaliza.

Todas ellas quieren volver a casa,recuperar su vida. Pero saben que no pueden, así que miran al futuro con tristeza y determinación. Hay que vivir, pese a todo.Al igual que ocurre con la gente que se quedó, como la familia de Ivan.

Él lo tiene claro: una persona no puede pasarse un año escondida en un sótano. Tiene que seguir a pesar de las bombas, el ruido, el miedo. Así que sale a la calle y vuelve a trabajar. Porque hay que comer, aunque caiga un torpedo a 20 kilómetros de tu pueblo.
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