
Pero eso es lo de menos. Lo grande en Enrique Zapico era su capacidad para contar y vivir, ambos con la misma pausa, para desesperación de Loles cuando en mitad del juego posaba las cartas e iniciaba su anecdotario. «Ya se jodió», se lamentaba; él ni escuchaba y cuando le parecía volvía a coger las cartas: «Arrastro, que yo no trabajo para casa ajena».
Nada le hacía más feliz que comerte el tres por detrás, arrastrando en bajo –de alta– para poder decir: «Pues yo apreté bastante».
Saltaba de las anécdotas de un pobre que miraba a la radio incrédulo buscando al hombre que estaba dentro; a la de los alleranos (del Valle de Aller, Asturias) que iban a ventanear en Canseco y regresaban andando en medio de la nevada; la tía Civila cuando se dirigió arrebragada en mitad de la calle al Cielo para desafiar porque le volvía el humo la cocinao a Juan El Hojalatero, sentado a la sombra de la acacia cuando llegó el cura y le quiso gastar una broma.
- ¿Se trabaja bien a la sombra?
- Tendréis queja vosotros; le respondió el singular artesano.
Cada noche le esperaban en el Bar de Reyero para que les contara las historias de Federico, un pájaro amigo que cada mañana llegaba a su ventana y acabó «dando vuelta a las sardinas en la sartén para que no se quemaran porque mi señora había ido al panadero».
Irrepetible. Muchos son los niños que supieron de La vieja del monte porque Zapico sacaba de uno de sus bolsos avellanas o cerezas o un pequeño frasco de miel: «Me lo dio La vieja del monte para tí; ahora tienes que ir a casa y encender una vela para que ella sepa que te llegó el regalo y la energía de esa luz vivirá otros cientos de años más».
Como veis, capaz de conversar horas sin necesidad de faltar, de hablar mal de nadie, sólo conversar.
Un tipo tan libre que lo único que soportaba mal era tener que ir a orinar a los servicios de los bares: «Donde esté el campo abierto».
Y su fórmula, secreta, para combatir la soledad de la despoblación. Un día le dio decenas de sobres vacíos a un amigo, son su dirección y sin remite, con el sello puesto. Cada pocos días su amigo debía echar uno al buzón y así el cartero —«que es un hombre muy hablado»— debía pasar por su casa. Él le esperaba en el corral, con un vaso de vino y unas raspas de la mejor cecina para arrancar una impagable conversación.
A ver si solo va a tener historia el cartero de Pablo Neruda, también el de Enrique Zapico, un inolvidable.