David 'El Rubio': Matarife de paz en Puebla de Lillo

David y Clara, Clara y David, van a cumplir sesenta años juntos, codo con codo sacando adelante a la familia en tiempos muy complicados. Recuerdan aquellos años y celebran estos, el mismo día que a él le hacen un homenaje en su pueblo

Fulgencio Fernández
21/11/2021
 Actualizado a 01/08/2024
"Dame un beso para la foto" le pidió Clara a David y ‘El Rubio’ no lo dudó. "Después de casi sesenta años", decía ella. | MAURICIO PEÑA
"Dame un beso para la foto" le pidió Clara a David y ‘El Rubio’ no lo dudó. "Después de casi sesenta años", decía ella. | MAURICIO PEÑA

David está nervioso. Falta todavía bastante tiempo para las doce de la mañana pero le pregunta a su nieta Natalia cada poco si «¿vamos ya?».

- Espera abuelo, que hasta las 12 no es la subasta… y el homenaje.

Y es que en su pueblo, Puebla de Lillo, han querido este año hacerle un reconocimiento por los muchos años que David del Prado Fernández viene colaborando con la feria, especialmente en ‘la matanza’ (antes de que la prohibieran) y la subasta del gocho.

- ¿Eras el matarife oficial?

Y El Rubio —así le llaman todos en el pueblo— sonríe y es su mujer, Clara, la que se explica: «¿Matar? Éste no mata ni una mosca, no mataba ni los de casa cuando hacíamos matanza».

Y es que el mérito de este paisano que va a cumplir los noventa no es por ser el matarife —«un matarife de paz», bromea su sobrino José Ángel— ni siquiera por colaborar en la subasta o lo que se celebre en la feria, que también lo hace, el motivo central es su propia vida, la andadura vital de trabajador y buena gente.

Y, como tantas veces ocurre escuchando al calor de la chimenea, no se puede entender esta vida ejemplar sin Clara a su lado, la mujer con la que va a cumplir pronto sesenta años a su lado y que aún le pide un beso cuando Mauri les dice que se pongan cerca para la foto. «¿Así, en mandil? Y sin peinar. Bueno anda, qué más da, dame un beso».

Y David se lo da.

Un beso de una vida codo con codo, para salir adelante, criar a sus tres hijas, ver con orgullo a los nietos. Es Clara González, 85 años, quien nos cuenta una historia que ilustra muy bien cómo fue su vida en Puebla de Lillo. «En verano, cuando la época de meter la yerba, teníamos que ir de todo el día para un valle que le llaman Illarga y para poder faltar todo el día la noche anterior tenía que dejar todo preparado para que una vecina le diera la comida a las niñas. Y primeros ir a lavar la ropa, para que estuvieran bien limpias… total que cuando me daba cuenta ya estaba amaneciendo y muchos días marchaba para Illarga sin dormir. Bueno, me tumbaba en el carro sobre una manta y allí dormía, por el camino, ya podía dar botes el carro que yo no despertaba. Con la falta que llevaba de sueño y el cansancio».

- ¿Y los paisanos durmiendo?
- No hombre no. En esta casa no. Ellos también tenían lo suyo. Es más, David muchas veces se quedaba a dormir en el valle, sobre la hierba, para ponerse a segar, a guadaña, por supuesto, nada más que amaneciera. Cuando llegaron las segadoras y las empacadoras todo cambió.

«Así era la vida en aquellos tiempos, de trabajo», dice David, que además del ganado, ocupación tradicional de la casa, también tuvo otros trabajos, como minero o cantero; aunque él lo matiza. «·No fue exactamente de minero, trabajé en las minas de talco pero en la madera, haciendo los cuadros, no de minero. Ya hace años que cerraron esas minas».

- ¿Y cantero?
- Cantero sí, eso sí ¿Conoces el torreón? Pues estaba casi en ruinas y mira cómo quedó, que tuvimos que poner unos andamios todo en redondo por el interior. Nos traían la piedra de Boñar

Mientras él lo cuenta Clara ha salido de la cocina y regresa con una placa que le dieron hace unos años… por cantero. «A David del Prado Fernández, en reconocimiento a su trabajo como cantero» dice el texto fechado en agosto de 2006 y que le entregaron la Asociación Cultural Pegaruas y el Ayuntamiento de Lillo.

— En esta casa trabajaba todo el mundo; dice David y asiente con la cabeza Clara que abunda en la idea con palabras. «Y las tres hijas, bien trabajadoras que nos salieron, que con 14 años empezaron a ir a cuidar las vacas almonte».

En ese momento de la charla es en el único que Clara González, el alma de la conversación al calor de la chimenea, baja la voz y se le ve en la cara esa tristeza que no supera ninguna madre, enterrar a una hija; en su caso, a Candi.

Con habilidad rompe el momento de recuerdos tristes la nieta, siempre atenta a los abuelos: «Al Rubio, hasta hace dos años, con 87 años, había que bajarlo del tejado para que no se pusiera a arreglar las goteras; explica Natalia, nieta y digna heredera de los genes de Clara y David, ingeniera informática pero que no duda en aparcar el teclado y el ordenador para ponerse a los mandos de los cuidados de las seis vacas que aún mantienen en casa, «por tradición».

— ¿Vamos ya?; vuelve a preguntar David, inquieto.
— Vamos Rubio, que te pones nervioso; concede Natalia, mientras Clara dice que se queda, que hace mucho frío, y echa un tronco de leña a la chimenea que les hicieron en Lario con dos letras en el frontal: DC.

David y Clara, por supuesto.

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