A ti, que no estás

A partir del sobrecogedor comienzo de 'American Beauty', la película de Sam Mendes, la autora compone este relato lleno de ternura y amor a un padre que está en sus últimas horas, que nos producen un gran desasosiego

Merry García
25/07/2020
 Actualizado a 25/07/2020
imagen-relato-25-07-20-web.gif
imagen-relato-25-07-20-web.gif
En menos de un año estaré muerta. Por supuesto, todavía no lo sé. Y en cierta manera ya estoy muerta. No soy la misma persona de ayer, tampoco la de hace una semana, ni siquiera sé si volveré a ser la misma.

Me dirijo a ti, papá, voy en dirección al hospital donde estás ingresado, y voy llena de esperanza, pero un sueño, una premonición, me obliga a cambiar los planes de mi viaje, debería de haber viajado tres días después, tal y como estaba previsto, pero al final viajo hoy para verte.

A menudo oigo decir que tenemos cinco sentidos, pero en realidad tenemos seis, porque el corazón, además de un órgano, es un sentido que despierta nuestra esperanza, esa que permanece escondida en lo más profundo de nuestro ser.

Algunas personas lo llaman intuición, otras le dicen premonición, y yo le digo esperanza. No importa cómo se le llame.

Lo cierto es que este día a mí me fallaban todos los sentidos menos el sexto.

Durante el viaje, mi mente retrocedió a la niñez, a la adolescencia… asaltándome con imágenes recurrentes de toda una vida junto a ti, con tu olor, el olor a la brocha con la que te afeitabas… tu taller de carpintería y las sobremesas largas alrededor de la mesa que tú mismo habías hecho.

No sé si realmente ya había oscurecido cuando emprendí el viaje, o bien era yo misma la que lo veía todo oscuro, no sé si era niebla lo que me impedía adelantar a los coches, o eran mis ojos nublados por el miedo, mi mente en plena ebullición, que no paraba de disparar fotos, las cuales me devolvían a mi espacio familiar.

Me detuve delante de la puerta de la habitación del hospital unos segundos, temblaba al coger la manilla de la puerta, pero la esperanza me hizo avanzar, decidida. Y ahí estabas tú, tan guapo, tan bello, me miraste con nerviosismo y devoción, mi corazón latía con fuerza. Y no era capaz de articular palabra, a pesar de ser parlanchina y veloz al hablar. Tartamudeaba. Deseaba tanto abrazarte, achucharte. El tiempo parecía como congelado. Como si de repente todo fuera a cámara lenta. Aun así, sentí cómo me iba aproximando a ti. Estabas vivo. Por fortuna. Todo se va a solucionar, pensaba. Vas a salir adelante. Todo irá bien. Tú me mirabas con esos ojos inolvidables. Pero sin decirme ni una sola palabra. Las circunstancias mermaban tu capacidad para poder expresarte como sólo tú sabías hacerlo. Me hubiera gustado oírte decir lo que siempre acostumbrabas: ¿no habrás corrido con el coche? ¿A qué hora saliste? ¿Comiste? Pero nada me dijiste. No podías hablar. Qué importantes son los cinco sentidos.

Entonces, el corazón se me rompió en dos mitades, no en mil como muchas personas cuentan en esta misma situación, sólo se me partió en dos. Incluso noté el crujir, cómo se resquebrajaban los dos trozos, cómo se desplazaban cada uno a un lado del costado. Estaba sorprendida de que aún pudiera mantenerme en pie. No obstante, pude sentir cómo caminaba hacia a ti, como el que camina por un puente colgante (me vino a la cabeza el de Salinas, agarrada con ambas manos a las cuerdas que tiene a los lados), dando pasos inseguros… hasta que llegue a ti y me diste y te di un abrazo largo y cálido. Toqué tus cabellos, tan abundantes aun a pesar de los años que tenías. Acaricié tu cara. Tu olor… tu olor, papá, como siempre olías a ternura, a amor, a amor de padre pero también a amor de esposo, hermano, hijo, abuelo. Mi padre, mi papá, tan guapo, acariciaste mi rostro. Sabía lo que querías decirme y me prepare para ello.

Me quedé a dormir esa noche contigo. Me sentía irascible ante la presencia de tanta gente autorizada (médicos, enfermeras…) que entraban para observarte y controlar tu temperatura. Sabía que así no podías descansar. Para tranquilizarte, acariciaba tus manos, tus manos inquietas, que no paraban de moverse. Te tocaba la cara, cada rasgo de tu rostro con mis dedos, queriendo retenerlo en mi memoria, como hacen los ciegos, con suavidad, con amor, con dulzura, mientras te decía que estuvieras tranquilo, que estaba allí: «descansa papá, todo está bien, todos estamos bien, te quiero, mi vida». Hacía lo imposible por mimarte, arroparte. Tenías los pies fríos. Estabas frío. Y yo sólo deseaba reconfortarte y darte calor, te coloqué la bufanda que traía conmigo y con ella te cubrí los pies. El personal sanitario no dejaba de entrar en aquella habitación. Yo estaba enfadada. No quería que nadie rompiera mi intimidad contigo. Y además te estaban atosigando.

De repente, todo se congeló, y tú, papá, dejaste de mirarme, cerraste los ojos. No quería que nadie me abrazara, que nadie me tocara, que nadie me hablara. Tampoco quería ningún consuelo, no lo había. No podía llorar. Y me sentía incapaz de caminar. Decidí enroscarme como un ovillo de lana en la esquina del cuarto de baño de aquella habitación.

¿Cuántos órganos me quedaban ahora? Sentía dolores hasta en partes en las que ni siquiera había reparado. Y comprendí que yo también estaba muerta. Oía, veía, hablaba, tocaba, respiraba, pero estaba muerta, no era yo, era otra persona, ¿cuántas muertes puedes tener a lo largo de tu vida? No lo sabía, pero su fin también era el mío. Yo ya no era la de hace un rato.

Allí estaba mi padre, ahí estabas tú, papá, el más bello entre los bellos, en aquella habitación.

Mi padre me estuvo esperando, papá, me esperaste en la habitación de ese hospital, me esperaste para morir conmigo. Tú ya estás muerto. Y en cierta manera yo estoy muerta también. Se apagó la luz de mi vida.

Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León (Campus de Ponferrada)
Lo más leído