El cartel bien merecía estar puesto en aquellos mapamundi que había en las viejas escuelas. El cartel bien podía ser el primer mandamiento de aquellos maestros que, lo decían ellos mismos, te querían «enseñar las cuatro reglas para que pudieras andar por el mundo». El cartel bien podía ser la seña de identidad de tantos y tantos pueblos en los que llegas y encuentras a un paisano sentado sobre una pared de piedra seca o al abrigo de una sebe, con una navaja afilada en la piedra de la plaza y haciendo filigranas con ella en el mango del cuchillo, en la curva de la cacha o en un palo que había cogido en el suelo.
Forga con la navaja y escucha el silencio. Cuenta los pájaros, Antonino, el último vecino de Casauertes, asegura que «cada día hay menos pardales». Y cuando tú llegas te da conversación, te habla de gorriones y navidades de nieve, de curas relojeros como don Rufo, de mozos que suben el mayo y se hacen una escabechina en las piernas, de paisanos que nunca se han levantado después de amanecer y al llegar a la cocina ya la había prendido la mujer y lavaba al rapaz en la palangana para ir a la escuela... En fin, silencios cargados de palabras.
¿Quién te crees que eres tú para destrozar sus silencios? ¿Quién te ha dicho que tienes derecho a irrumpir en ellos?