El verano suele ser tiempo de oropeles, fiestas, disfraces, galas, procesiones, desfiles, culturas, teatros... a fin de cuentas, hay que aprovechar que vuelven las gentes, se llenan las casas vacías, lucen los pueblos apagados y subvencionan las etnografías, los folclores, los aniversarios y las señas de identidad.
Por eso, ante las imágenes siempre surge la duda de si es oropel o solamente sombra. Ante la foto explotan las preguntas.
¿Ycuando arrancamos la hoja de agosto dónde se meten las mujeres que bailan, los hombres que desfilan, las autoridades que pasean las joyas municipales, los curas que procesionan incensarios de plata?
¿Y cuando los abuelos marchan con los nietos porque empiezan las clases y hay que llevarlos al autobús quién se sienta en los bancos de la plaza, a quién le preguntan los viajeros por dónde se va hacia la romería, quién recuerda los años de la hierba y el heno, la remolacha y el trillo?
¿Cuando se apagan los ecos de las fiestas y sus bailes qué hacen con los camiones escenario que tapaban hasta la torre de la iglesia para extender sus watios hasta el último rincón del pueblo?, ¿llevarán peras para Francia u ovejas para Extremadura?
¿Cuando en los cajones huele a naftalina y alcanfor volverá a abrirse la puerta de la sacristía sólo para los entierros?
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