Botijo, sombrero, sombra y espino

28/06/2023
 Actualizado a 28/06/2023
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Del aire acondicionado no se manejaba ni el concepto, al ventilador le llamaban abanico hecho con un cartón, el sol apretaba mientras la guadaña arrancaba chorros de sudor, el skay pegaba los pantalones de los viajeros al asiento del coche de línea, el tapial despedía el calor que había ido acumulando durante horas y las bicicletas no eran para el verano, las moscas parecían tener GPS y les habían puesto en la casilla de destino tu pescuezo y después ya iban a los platos de la comida y los vasos de la bebida, por tocar las narices, pues ni comen ni beben ni te besan en el cuello.

¿Hacía más calor antes? No, no es eso, lo que había era menos defensas. Si le cuentas a mi abuela lo de los tractores que aran sin conductor y tienen aire acondicionado en la cabina –y hasta música de Julio Iglesias– se trastorna, pone ‘Cuarto Milenio’ y ve más ovnis que un encuentro de borrachos en las praderas de Camposagrado en una noche de luna llena y cabeza vacía.

Las únicas defensas homologadas por la tienda de ultramarinos del pueblo eran el botijo y el sombrero, eficaces a más no poder pero limitados, y después de comprarlos y regatear el precio te tocaba darle vida a la segunda parte de la defensa contra ‘la calor’ (en femenino se dice cuando la temperatura es atorrante) consistente en encontrar un espino que haga sombra y tenga cerca una fuente de agua fresca; ése es exactamente el lugar que el Antiguo Testamento define como el paraíso terrenal. Llenas el botijo, te tumbas, bajas el sombrero hasta que te tape los ojos y una siesta ahí no la interrumpe ni una procesión de escorpiones.

Y encontrarás paisanos que defiendan que no hay aire acondicionado que lo supere.

Yo, la verdad, de esto tampoco sé qué decirte.
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