"Tenían que pagarnos por no cerrar, no sacamos ni para la luz"

Muchos pueblos de la provincia tienen un solo bar, el último, que a duras penas sobrevive

Fulgencio Fernández
13/01/2019
 Actualizado a 19/09/2019
Gabriel y Anabel, del único bar que hay en Valdeteja. "Lo bueno sería que hubiera tres, pero a duras penas resistimos nosotros". | MAURICIO PEÑA
Gabriel y Anabel, del único bar que hay en Valdeteja. "Lo bueno sería que hubiera tres, pero a duras penas resistimos nosotros". | MAURICIO PEÑA
Matilde, la del bar González de Casares (el que hay), insiste en la denuncia: «Tenían que pagarnos por tener el bar abierto, no sacamos ni para la luz».

Y aliña su queja con la realidad que se vive en este histórico bar a las cinco de la tarde: Una partida de tute entre cuatro jubilados —ella dice viejos sin más— del pueblo. El Moreno, Bayón, Servando y Tomás, el marido de Matilde y cantinero. «Muchos días, si falta uno de ellos, por cualquier cosa (Bayón tiene que bajar al podólogo a Villamanín de vez en cuando), tengo que jugar yo, no se van a quedar sin partida. Es decir, cuatro cafés en toda la tarde y suma tres cervezas por la mañana y verás que no te da ni para la luz, que pagamos un porrón, y suma la calefacción, los impuestos...».

- ¿No habéis pensado en cerrar?
- Pues claro, pero Tomás no quiere, dice que ¿para dónde va esta gente? Y él mismo, que juega la partida con ellos, es cantinero y cliente.

Blanqui sigue a sus faenas en la casa y tiene el bar de Siero abierto, un cliente llega y se sirve  En lo de no sacar ni para gastos insiste Blanqui, del bar La Plaza de Siero de la Reina —el que hay— mientras atiza la calefactora que sustituirá a la estufa de pellets que encendió antes «para que vaya templando el local. Y sin vender una escoba», explica la mujer que deja aquello ‘templando’, la puerta abierta y se va a hacer sus cosas en la cocina mientras nos deja una recomendación: «No dejéis de pasar a ver el nacimiento que hacemos, con reproducciones de las casas del pueblo y molino que funciona... muy bonito».

Y se va. Llega un hombre, pasa para detrás del mostrador, se sirve una cerveza y hablamos del tiempo.

- ¿Qué eres, el marido?
- No, soy un cliente, pero no la voy a quitar de hacer sus cosas para vender una cerveza.

Y resulta ser el marido... pero de la dueña de la cantinera del cercano pueblo de Barniedo de laReina. «Pues allí como aquí, nada, pero si cierras el bar ¿qué nos queda?».

- ¿Qué bar es el Bar Niedo?
- No, ése cerró.

«Ése» era unejemplo de economía de ahorro. El pueblo se llama Barniedo y él le puso a su cantina Bar Niedo, para que se repitiera la broma:
- El Bar Niedo, ¿de dónde?
- De Barniedo.

Al igual que en Casares, unos vinos por la mañana, la partida si coincide y cuando «se entama»pues la charla, ya que en otro sitio no se ven. Pueblos de apenas dos decenas de habitantes en los que el bar es un milagro que siga abierto pero si cierra... «a morir», repiten como un estribillo los clientes al igual que los dueños repiten aquel otro de «nos tendrían que pagar por tener abierto».

Y les digo una cosa, aunque no es mi misión opinar si no contar, «tienen más razón que un santo, a bar cerrado pueblo muerto en la vida comunal».

Todas reconocen haber pensado en cerrar, pero todas piensan en qué harían los clientes sin el bar  Dos decenas pueden parecer pocos vecinos para mantener un bar abierto —y es fácil imaginar en veinte habitantes las edades de algunos, aquellos que no van al bar, mujeres que prefieren charlar al calor de la cocina...— pues si veinte son pocos... en Pendilla de Arbas lleva unos años abierto el Castellum Bar y en invierno, dice su dueña, Belén, «a diario seremos ocho o nueve». Y como ocurre en todos los pueblos que hemos estado empiezan el recuento casa por casa y llegan a esas realidades descorazonadoras... 8, 10, 15 o 20 habitantes, que tienen en el bar el último refugio.

Belén, la más joven seguramente de las cantineras citadas, llevaba su vidapor Asturias, descendía de Pendilla y siempre tenía la mirada puesta en esta tierra donde, otra cosa no lo sé, pero lapaz y la tranquilidad está asegurada. Es otro modelo de cantina. Belén te habla de libros, de petroglifos, lo sabe casi todo de la Vía de la Carisa, ha hecho algún concierto en este pequeño recinto, cuida sus plantas, hace artesanía o iniciativas para dar vida al Castellum, como el Bizcocho de Noviembre, por el que hace 150 bizcochos caseros y uno de ellos lleva sorpresa, 150 euros de premio.

Pero la realidad diaria son los ocho ó diez habitantes, incluido Izan, el único niño que propicia de paso que cada día llegue el transporte escolar a este rincón de la comarca de Arbas. «Es lo que hay, algún albañil haciendo obras que pasa a tomar una cerveza, algunos caminantes que van a hacer la Ruta de la Carisa... y mucha nieve cuando empiece a soltar, que de momento no ha sido más que la amenaza de octubre pero ya vendrá, que de nevadas aquí lo sabemos casi todo».

En Casares se repite cada día la misma partida dejubilados, uno es el cantinero, si uno falta tiene que jugar su mujer. "Cuatro cafés es la venta de una tarde, no sacamos para la luz" En el bar Anabel de Valdeteja, a las ocho de la tarde, hay dos clientes y dos camareros. Los clientes son Chiqui y un amigo de Madrid y los camareros la mujer que le da nombre al bar, Anabel, y su marido, Gabriel, de Valverde de Curueño y con sangre también de Canseco, donde pasó parte de su infancia, lo que le sirve para razonar sobre el asunto que nos trae entre manos: «¿Qué ocurrió en Canseco cuando se cerró el bar —Pico Huevo—?, pues que se murió el pueblo, ahora vas y es una pena, ni un alma por la calle...». Y remata la faena: «Lo mejor que nos podía pasar en Valdeteja es que hubiera tres bares, pero estamos aquí solos y...».

- ¿Y? ¿Habéis pensado en cerrar?
- Pensarlo, claro, pero cerramos y se cierra el pueblo.

La eterna historia para la que Chiqui, el espeleólogo que descubrió los esqueletos de Arintero, no ve otra solución que «la revolución», mientras su amigo se pregunta que «dónde fue a parar el dinero que se dio por encontrar los hombres de Arintero, porque a Chiqui no».

Amadorín Chiqui no quiere saber nada del tema, él está por la revolución, con lo que sí bromea es que «con los esqueletos se supo que todos estos del Curueño son altos, rubios y con ojos azules, y yo que los descubrí resulta que me quedé bajo, moreno y con los ojos negros».

Y estas historias, estos bares resistentes, se repiten en muchos otros pueblos en los que habrá vida mientras ellos resistan y, sin embargo, sufren los embates despiadados de todo tipo de administraciones e inspectores. La verdad, la revolución no es mala idea, pero para asegurar el futuro de estos bares.
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