14/04/2024
 Actualizado a 14/04/2024
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Tenía un trastero alquilado dentro de un edificio con un patio al que daban varias viviendas. En una de ellas vivía alguien –por la voz no sé si era hombre o mujer– anciano, con algún tipo de demencia.

Cuando iba a montar el portabicis en el coche, o cuando iba a hinchar el balón de baloncesto, o cuando llevaba algo a la podridera del tiempo que es un trastero, le/la escuchaba. Con una voz gutural, emitía una letanía. Allí estaba yo, apretando tuercas, mientras una retahíla de expresiones de malsonantes acompañaba el descenso a los infiernos de aquella persona. Alguna vez, mucho tiempo antes, había oído voces parecidas. «¿Dónde está el abrigo muerto de Alfredo?», dijo aquella mujer a través de la delgada pared en aquel botellón en la calle Jaén, y todos nos quedamos en silencio.

Aun con todo lo que significa asistir a la degradación de una persona, sobre todo en lo referente a ese laberinto de maldiciones y horrores que significa un cerebro a la deriva, había algo de familiaridad y cotidianeidad en esa voz. ¿Quién sería esa persona? ¿Quién la cuidaría? ¿Por qué cosas habría tenido que pasar para llegar a esa etapa de la vida, postrera y miserable? ¿Por qué nadie hablaba con ella? ¿Cuánto tiempo estaría sola? ¿A qué hora la acostarían? ¿Y por la mañana, a qué hora empezaría el día para ella? ¿Hasta qué punto sería consciente del paso del tiempo? ¿Acaso en alguna ocasión tendría eso que llaman los alcohólicos un rapto de lucidez y se vería a sí misma en su situación, atrapada en aquel cuerpo que la arrastra a un sumidero de degradación y sordidez?

Un día cambié de casa, ésta con trastero, y tuve que abandonar aquel receptáculo y aquel patio. Durante los días que duró la mudanza de trastos –que es lo que le da el nombre al espacio, aunque preferiría usar el mucho más sonoro sustantivo de zarrias– no volví a escuchar aquella voz. A veces, durante las muchas horas en las que cargué mi maltrecho automóvil hasta el límite de su capacidad, me quedé allí, en aquel zaguán, en silencio, esperando oír alguna palabrota o resoplido. Algo. «El elefante comía casas». «Esa perra no dejó dinero ni nada». Cualquier cosa. Silencio.

El día que dejé las llaves del trastero sentí un alivio por saber que tenía mis achiperres todos al lado de mi hofgar. Pero también me dolió saber que perdía el último contacto con aquella voz. Poco después pasé por allí con el coche y vi la puerta del garaje abierta. Tal vez si me cuelo y me quedo esperando el tiempo suficiente, podré volver a escucharla, saber algo más de ella…

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