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Ventajas de perder memoria

07/01/2024
 Actualizado a 07/01/2024
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Reírte siempre del mismo chiste. Ser un público maravilloso, el sueño de cualquier Leo Harlem. Se critica con bastante tino el narcisismo posmoderno, alimentado por la maquinaria de un mercado al que le interesa que los jóvenes se sientan que son los primeros de toda la Historia en hacer algo, que hallan el Océano Pacífico dando un paseo, como Johnny Benítez en lo de Faemino y Cansado. Pero no hay nada malo en descubrir el mundo cada día. Al fin y al cabo, en eso consiste ser niño, en maravillarse en que todo sea por primera vez. Algo se nos muere dentro cuando nos decimos –o, peor, le soltamos a los demás– «éste me lo sé».

Está también lo de olvidar las ofensas. No hay dolor que resista toda la vida, pero algunos aguantan ahí años y años. Acompañándonos como un perro que nos va devorando al mismo tiempo. Qué no daríamos por ser capaces de eliminar de los recuerdos aquella frase, aquel mal gesto, el detalle imperdonable. Pero donde hay olvido no hace falta perdón, porque nada ha sucedido. Se puede decir, cierto, que hay guerras y enfrentamientos cuyo origen se pierde generaciones atrás y que el odio se ha ido manteniendo sin saber cómo empezó todo. Pensemos entonces en la amnesia como el acto de extirpar un tumor cerebral: una vez retirado, vemos a la persona que nos hizo daño con ojos limpios, sin la tela que los cubría y distorsionaba nuestra perspectiva.

Más complicado es lo de no encontrar la expresión que estamos buscando. Cuando la memoria nos falla, la primera víctima es la comunicación. De tan usadas, las palabras pierden su brillo. Pero, ah, cuando nos damos cuenta de que sólo ‘niebla’ puede nombrar la oscuridad, la bruma y el frío que vienen con ella. Que cuantas más vueltas damos sin dar con ella más frustración y angustia sentimos. Sólo la voz exacta, como en un antiguo conjuro del gueto judío de Praga, será capaz de dar vida a nuestro relato, de transmitir lo que queremos contar. En demasiadas ocasiones esas palabras se resisten y no salen. Entonces es el otro, el interlocutor, el que tiene que ayudarnos, el que hace un acto de generosidad y se mete en nuestra cabeza y, como un detective, adivina por el contexto, el tono o la experiencia lo que tratamos de decir. Nos ayuda a recomponernos con la pieza que nos faltaba.

Puede que llegue el momento en que no sepamos nuestro nombre, ni quiénes somos o lo que hicimos. Pero si la vida nos ha sido propicia habrá alguien que nos hará reír, que pasará por alto las penas y que completará nuestro discurso.

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