15/04/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Lo primero que supe de Fulgencio Fernández es que firmaba sus artículos como «soltero». Otros ponían una larga retahíla de cargos, titulaciones y méritos, pero él se limitaba a poner, debajo de su nombre, «soltero», así, como si fuera una declaración de intenciones, como si eso le diera más crédito a las letras. Luego tuve la suerte de cursar un máster que él mismo impartía sin saberlo, especializado en crónicas de lucha leonesa. Durante cuatro veranos aprendí todo lo que sé de periodismo, que, como se puede apreciar, tampoco es demasiado, aunque de eso él no tiene la culpa. La primera lección consistió en darme cuenta de que uno no podía escribir en el periódico todo lo que veía, porque lo hice en el primer corro y al día siguiente apareció un morlaco de 137 kilos preguntando quién cojones había escrito aquello. La segunda lección fue la enorme responsabilidad del cronista: un chaval ganó por primera vez en su vida un corro y, antes de recoger el trofeo, me vino a pedir que por favor pusiera que quería dedicarle el triunfo a su abuelo. Luego, en la oscuridad de la era y con todos los mosquitos del Esla viniendo a mi pantalla, no me acordaba de cómo me había dicho que se llamaba el abuelo en cuestión y no tenía a quién preguntárselo, así que di mil vueltas hasta que pude averiguarlo porque no me creía nadie como para estropearle la victoria al chaval, al que parecía que le importaba más que su abuelo leyera su nombre en el periódico que el premio que le había dado. Otra lección fue que lo mejor que le puede ocurrir a un periodista es pasar inadvertido, como el árbitro, porque ser cronista de lucha leonesa puede resultar tan peligroso como ser corresponsal de guerra: el padre de un luchador me advirtió de que tratara mejor a su hijo «o te arranco las muelas y aro con ellas». Eso sí que es presión y no las oleadas de la OJD. La lección definitiva fue comprobar la pérdida de credibilidad de los medios de comunicación, porque cada vez que entraba a un bar y me encontraba a algún paisano leyendo mi crónica, automáticamente cerraba el periódico y me preguntaba qué era lo que verdaderamente había pasado en el corro. Fue un máster intenso, entre dedillas, zancajos, garabitos y cadriladas, haciendo muchos kilómetros, buscando cobertura por los montes, cerrando muchas fiestas y descubriendo que las mejores fuentes informativas nunca le hablan a una grabadora. Desgraciadamente, cada mes de septiembre tenía que interrumpir mi formación para volver a la facultad de Periodismo. Hoy la profesión ha cambiado tanto que la posibilidad de ir modificando lo publicado ha hecho que algunos hayan conseguido invertir el lógico sentido de la comunicación: en vez de contrastar una información acudiendo a todas las fuentes, primero la publico y que sean las fuentes las que después vengan a mí, ya iré corrigiendo la noticia las veces que sean necesarias hasta alcanzar la versión definitiva... o hasta que otra noticia más llamativa que condene la primera al olvido. Se trata de un hábito peligroso que dinamita definitivamente la credibilidad de los medios, pero que no es sólo un vicio de los periodistas. Esta semana, no soy capaz de imaginar por qué, he podido comprobar cómo nuestros políticos iban modificando los currículum que están obligados a exhibir... Donde ponía «Licenciado en Derecho» decía a los pocos minutos «experto en Derecho»; donde se leía «Diplomado en Relaciones Sociales» aparecía después «cursó estudios de Relaciones Sociales»... Uno de los casos más sangrantes es el de Tomás Burgos, diputado vallisoletano y actual Secretario de Estado de la Seguridad Social que, en lugar de ir adquiriéndolos, ha ido perdiendo todos los títulos de los que presumía hasta quedarse únicamente con «soltero», no sé si porque ha confundido la política con Tinder o porque quiere imitar a Fulgencio Fernández en sus inicios. La diferencia es que Fulgencio es un paisano con mayúsculas, lo saben en las cuatro esquinas de esta provincia, y el diputado no conseguiría ese título ni el remoto caso de que fuera a la universidad.
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