14/01/2024
 Actualizado a 14/01/2024
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Casi en la punta de la nariz, cerca de la fosa izquierda, se encuentra el recuerdo. Un trozo de mí que ya no está. Pequeño, apenas se puede ver a menos que te acerques. Como todas las ausencias, cuenta una historia. Aquella varicela con siete años, el fiebrón, los picores, el olor de los polvos de talco, los ojos angustiosamente tranquilizadores de la Ma… Y luego, claro, las pupas (las pápulas, aprendería después).

Me preocupé, sobre todo, por una, en el muslo. La escudriñé hasta que dejó la marca que ahí sigue. Tanto la miré que me olvidé de la más vergonzante, la de la napia. Hasta que un día caí en la cuenta. Cuando estaba a punto de volver al colegio me fijé en la cicatriz: una depresión, un boquete que me hubiera arrancado un colibrí de un picotazo.

La miro ahora, un círculo perfecto, y pienso en las cicatrices de la Tierra. El Meteor Crater de Arizona, el embalse de Manicouagan en Canadá (con su bella forma de lago anular), la gigantesca bóveda de Vredefort en Sudáfrica o el cráter de Chicxulub en la Península del Yucatán, del que se piensa que es el único resto del cataclismo que extinguió a los dinosaurios. En algunos casos las formas evidentes nos hablan de la trayectoría y la composición de los meteoritos que las provocaron. En otros, el paso del tiempo precisa de la reconstrucción detectivesca y de la imaginación de los científicos.

Pienso en todos los millones de ‘agresiones’ que ha sufrido el planeta a lo largo de estos 4.500 millones de años. Y cómo es el hueco lo que nos habla de esos impactos. Partículas infinitesimalmente minúsculas, si las comparamos con el tamaño de nuestro planeta, y que, así y todo, tienen la capacidad de llenarlo de vacíos.

Y pienso igualmente en la presencia constante que supone la pérdida de una pierna, un brazo o incluso un dedo. No estar y estar, existir en la desaparición. Saber que no habrá nada más real -para ti ni para los demás- que esa mano que ya no forma parte de cuerpo y que todos miran como si pudieran verla. Un recuerdo perenne de que las cosas dejan de ser y también nosotros con ellas.

Toco ahora la cicatriz de aquel niño que sigue aquí conmigo. Y paso los dedos por los recuerdos de todo lo que perdí en la vida: los amores, las amistades, los sueños y los rencores, los odios, las decepciones… Los objetivos inaplazables que se quedaron en una esquina y las renuncias voluntarias que luego trajeron amargos arrepentimientos. Ya no están aquí y, sin embargo, los noto. Me acompañarán hasta el final y con ellos contaré cómo fui.

 

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