Maximino Cañón 2

Mentiras verdaderas

30/04/2024
 Actualizado a 30/04/2024
Guardar

Cuando uno era pequeño, y tendías a decir mentiras que te libraran de un castigo, bien en casa o en cualquier otro lugar que te encontraras, normalmente, con el fin de eludir algún mal comportamiento, lo hacías tratando de impresionar a los amigos.

El caso que hoy traigo a colación ocurrió allá por los años sesenta en un bar que mi padre regentaba y, donde además de la clientela del barrio, se daban cita mis amigos a tomar algo mientras esperaban la llegada de conocidos para jugar alguna partida de mus o tute antes de asistir a clase, cuando se fumaba sin prohibición alguna para hacer más llevadera la tarde, en este caso.

Los protagonistas pasivos de esta breve historia que voy a relatar eran dos íntimos amigos, Bernardino (hoy tristemente fallecido) y Fernando, autor de las extraordinarias fotografías que todos los lunes se publican en este medio. Estudiantes ambos de la incipiente carrera de Turismo y que, en los intermedios, entre clase y clase, acudían al mencionado bar a tomar algo y de paso a cambiar impresiones con los clientes habituales.

Con el tiempo uno de ellos, Fernando Rubio, pasó a ser, además de amigo y gran persona, cuñado. Eran dos amigos inseparables y pioneros en ejercer de guías turísticos cuando empezaba la apertura hacia otros países de Europa, suscitando entre nosotros verdadera y sana envidia.

Estando un día en el citado establecimiento se encontraron con un conocido de los que habitualmente acudían a tomar café, y, con el que mantenían una relativa amistad al coincidir normalmente en las mismas horas. Estos dos amigos eran portadores de un gran sentido del humor y consecuentemente cuando llegaba, en este caso, al bar un conocido por las inverosímiles hazañas que contaba, no dudaban en tomar algo con él con la pretensión de sonsacarle alguna historia de las que merecerían ser enmarcadas y que yo, conociendo las intenciones, estaba con el oído atento a lo que entre ellos comentaban.

Se saludaron y, como hacía relativamente un tiempo que no se veían, le preguntaron cómo le iba la vida a lo que él contestó (no tenía desperdicio la explicación) que no le iba mal el negocio del transporte con el nuevo camión que había comprado para llevar a cabo la actividad de transportista, que era a lo que se dedicaba. Con el fin de probarlo se dirigió hasta Ponferrada, cuando en la bajada del puerto Manzanal fue a frenar y se encontró con la desagradable sorpresa y susto al notar que el freno de pie no frenaba para, intentándolo a continuación con el de mano, obteniendo la misma respuesta. Todo ello con el camión en caída libre puerto abajo cuando, haciendo uso de la imaginación y de la pericia que nos manifestaba que tenía después de tantos años al volante (siguió diciendo) agarré el martillo que llevaba en la cabina y rompí el cristal de la ventanilla que daba acceso a la caja del camión y me introduje por ella y, descolgándome por la parte de atrás, fui sujetando la caja del camión con fuerza hasta que lo pude dirigir a la parte del monte para, de esta forma, evitar el fatal accidente que irremediablemente hubiera tenido lugar.

Mientras esto les relataba Fernando y Bernardino se refugiaban detrás del mostrador llorando de risa. Lo de menos era la veracidad del relato, pero lo que no tenía desperdicio era la imaginación del narrador y la seriedad de cómo lo contaba.

Lo más leído