08/01/2023
 Actualizado a 08/01/2023
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De qué sirve la memoria, se pregunta Robert Lepage en su espectáculo ‘887’, si ya tenemos un sinfín de redes y adminículos con los que podemos externalizar los recuerdos. Basta sacar el teléfono móvil y en una docena de pulsaciones sobre la pantalla vendrá a nosotros el nombre de aquella persona, el lugar donde estaba aquel bar, el rostro de aquellos que quisimos olvidar. Eso tiene un efecto, apunta el creador teatral canadiense: nos hemos vuelto perezosos y recordamos cada vez menos. Alguien o algo ya lo hará por nosotros.

A veces nos gustaría arrancarnos la parte del cerebro donde se almacenan determinados recuerdos que nos torturan toda vez que afloran y en otras ocasiones daríamos un brazo por volver a experimentar, una vez más, esas sensaciones que terminarán perdiéndose como lágrimas en la lluvia.

Del mismo modo, quienes acompañan a las personas cuya memoria desaparece encuentran una nueva función en la vida: ser los archiveros de todas las historias y vivencias que un día formaron parte de aquellas y que ya no se localizan en su fichero mental. Una reacción habitual ante estas situaciones es la mirada condescendiente y el lamento ante lo que parece el fin del mundo, cuando la realidad no es tan tétrica. Igual que no pasa nada por no saber rememorar los reyes godos entre Chintila y Ervigio, tampoco hay que tirarse de un puente si no conseguimos reconstruir la primera vez que vimos el mar. Y al revés también: encontrar la palabra que no quiere salir o recuperar el segundo beso de nuestra adolescencia –cosas a las que la mayoría apenas damos importancia– pueden suponer un subidón como si se coronase el K2.

Yo, que tantas veces he tenido que ayudar a otros a hacer remembranza, pienso últimamente en cómo será cuando me toque a mí. Cuando sea como Dory, de ‘Buscando a Nemo’. Entonces me vuelve una idea chorra que tuve hace muchos años: dije a mis amigos que quería hacer lo opuesto al final de ‘Fahrenheit 451’ –todas aquellas personas que se aprenden un libro y lo recitan para que jamás desaparezca bajo las llamas–, mezclado con la idea peripatética de Aristóteles: yo no dejaría por escrito ninguna de mis tesis peregrinas (peregrinísimas), y serían ellos los que se encargarían de revivirlas y difundirlas. «¿Cómo era aquella subnormalidad que decía Darío sobre que votar en las elecciones es como salir a ligar?», se preguntaría alguien. Y entonces empezaría la reconstrucción colectiva, como un gigantesco puzzle. Y yo, liberado ya de cualquier memoria, podría descansar. Feliz.
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