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Guía del agricultor infantil

06/08/2023
 Actualizado a 06/08/2023
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Cuando llegaba el verano el pistilo de las amapolas se secaba y se quedaba duro, como una mini copa de champán amarillenta con una tapa estrellada. Si lo cortabas del tallo -que verde dejaba una gotita lechosa; más tarde descubrirías que era una sustancia prima hermana del ‘jamaro’ de los yonkis que te daban el ‘palo’- y levantabas la tapa te encontrabas con un montón de semillas negras que podías esparcir por ahí, creyéndote agricultor infantil. Ahora te encuentras esos granos en supermercados, en panes que te venden en tahonas ‘boutique’ y en diversos platos cuando viajas por países eslavos.

Por las mismas fechas estivales, en los bordes de los caminos crecían unas malas hierbas que te llegaban por la cintura cuando se ponían del color de la paja. En ellas había unas vainas diminutas, poco más grandes que una uña, que tenían en su interior unos ‘perdigones’ negros, perfectamente esféricos en su pequeñez. También se podían diseminar en una ‘siembra’ por lugares lejanos. Todo un desafío a las leyes de selección natural de Darwin, que calculó bien la capacidad de adaptación de las flores para atraer insectos y ser polinizadas por estos, o desarrollar frutos para ser comidos y sus pepitas defecadas por roedores y pájaros a muchos metros a la redonda… pero que nunca pudo pensar en el efecto de unos niños aburridos en los aledaños de un herbazal.

Un poco más arriba, en las montañas, y un poco más tarde, a finales de agosto, se daban en el verde de los prados los ‘quitameriendas’. Eran una especie de azafrán muy delicado, que si lo arrancabas se deshacía en seis pétalos y unos estambres amarillos. El nombre hacía referencia a cuando los días empezaban a acortarse, las tardes ya no eran tan extensas y, por tanto, mermaban las posibilidades de bocadillo. En algunos sitios se les llama ‘espachaveraneantes’, en referencia a la marcha de los turistas por las fechas en que brotaba. Si esperabas, podías encontrarte con un alijo de semillas, aunque también estaba la posibilidad de escarbar en la tierra y hallar un modesto bulbo, como el de los tulipanes.

Todo esto, en cuanto a las plantas que crecían a su aire. Pero también se podían descubrir los misterios de la botánica al poner en el fondo de un vaso de cristal algunas legumbres y cubrirlas con un algodón humedecido. Al cabo de unos días las semillas se rompían y de ellas brotaban unas raicillas blancas y unos filamentos verdosos que se acababan transformando en hojas. Lo más habitual era hacerlo con lentejas, pero también salía con garbanzos y habas. Llegado el momento, un trasplante a tierra brindaba la oportunidad de ver crecer la planta en su esplendor e, incluso, dar nuevos frutos que ofrecías a tu madre para que te los cocinase, orgulloso de tu cosecha.

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