17/12/2023
 Actualizado a 17/12/2023
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Había pasado yo por aquella cerca de piedra no sé cuántas veces. Camino del río o cuando salíamos a por leche a las cuadras de las vecinas o al ir a sacar lombrices de la tierra que había al lado del tocón de cortar la leña. «Ven, que te voy a enseñar una cosa», me dijo el abuelo Pepe un día. Y me llevó hasta una de las piedras del muro. En un lado, había unos caracoles esculpidos. «Son fósiles», me dijo, y ahí comenzó todo.

Me contó que hace mucho tiempo aquellas montañas tan altas que se veían desde la casa estaban debajo del mar. También donde estábamos nosotros. Aquellos bichos habían quedado atrapados entre las piedras y, con el transcurrir del tiempo, ellos mismos terminaron convirtiéndose en piedra. Mi cerebro todavía no procesaba bien lo de los tiempos, así que pensaba que la «cocina vieja», toda destartalada y con trastos, estaba así porque los tiburones habían entrado en la época subacuática y se la habían cargado a base de coletazos.

Me debió pegar duro lo de los fósiles, porque empecé a sacar libros de la biblioteca y a mirar las láminas de la Larousse. Seguramente me quedaría mirando en los puestos que había en la Plaza Mayor (¿los domingos?), hasta que un día tía María Luisa me compró el primer animal petrificado. Era un ‘ammonites’, uno de esos caracoles que había visto en el muro con el abuelo, aunque de caracol tenía poco y en realidad estaba más emparentado con los calamares, igual que los ‘belemnites’, cuyos restos tenían forma de bala. Luego llegó una raspa como de sardina en arcilla y, el mejor de todos, un trilobites perfecto, con su molde y todo, en postura ondulante.

Estaba bien que te comprasen fósiles en un mercadillo, sí, pero no era suficiente. Un día, pasados los años y ya en la adolescencia, en un paseo campestre por el pueblo descubrí que la máquina que había abierto una pista forestal había dejado al descubierto fragmentos de piedras llenas de animales fosilizados. Bajorrelieves de un dios antiguo, como en los cuentos de Lovecraft.

Desde entonces empecé a frecuentar ese camino. Cada vez más y más rocas maravillosas hasta que un día la vi en medio de un prado cercano: una enorme masa blanca, como un monumento a la vida extinguida. Me quedé como Sam Neill cuando vio al braquiosaurio en ‘Jurassic Park’, todo ojos y manos temblequeantes. Me gusta pensar en estas cosas cuando siento que nada pervive y que todo desaparece. Un día también alguien encontrará mis restos.

 

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