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La banalidad de la trola

07/04/2024
 Actualizado a 07/04/2024
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Verano de 1989 o 1990. Atracón de televisión todos los días. Galas, programas de chistes, películas de Steven Seagal… En un momento dado, actuaciones musicales con los grupos del momento. Salen unos greñudos surferos y empiezan a cantar: «No seré feliz/ hasta que no pueda salir [sic]/ con todas las chicas que me gustan en verano./ Que sean para mí,/ todas para mí./ Que sus culitos pasen por mis manos».
La actuación, tan propia de la España pre–92, era todo lo colorida que se podría esperar: los greñu– os sin camiseta, algunos con rodilleras y coderas de ‘skater’, un ‘notas’ con el monopatín haciéndose unos ‘ollies’ y unas gachís bailando, igualmente ligeras de ropa. Aquellas imágenes apenas producían impacto en aquel cerebro prehormonal pero ya suficientemente frito a base de programas de ínfimo gusto. Pero la letra me hizo gracia.

No sabía el nombre del grupo (mucho después descubrí que se llamaban Melopea, que eran cántabros y que, sí, lo que más les gustaba era el surf en aquellas costas, tan idóneas para su práctica), aunque aquella estrofa se me quedó. Un día pregunté a alguien: «¿Quieres que te cante una canción?». Y cuando terminé la palabra «manos» ya se estaba partiendo de risa. Llamó a alguien más y la repetí, con idéntico resultado de descojone. Me preguntaron que a quién se la había escuchado. Dudé y respondí que me la había inventado.

Desde ese instante tuve mi momento de gloria estival. Allá donde llegaba yo se me requería la repetición de la cancioncilla. Los padres del barrio me jaleaban, divertidos por el mensaje picaruelo de aquel mocoso al que tocar un glúteo femenino le atraía tanto como hacer los ejercicios de matemáticas del cuaderno de actividades de verano.

Me creí mi mentira. Los focos de la fama me deslumbraron. Podría decir que cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Pero no. Realmente sentía aquellos versos como fruto de mi genialidad. Valoraba incluso dedicarme a la música, a tenor del apoteósico recibimiento del tema cada vez que lo interpretaba ante una nueva audiencia.

Así hasta que llegó no sé quién y me dijo que había visto a unos greñudos en televisión cantar esa misma estrofa. Sonreí, sentí un calor en las orejas y me puse a otra cosa.

Hasta que uno no sufre la vergüenza de ser pillado, no es consciente de la dimensión del engaño. Y de la minúscula recompensa –un espejismo de reconocimiento y aceptación– que proporciona inventarse una trola absolutamente banal.

 

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