17/10/2020
 Actualizado a 17/10/2020
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Ya se sabe que aquellos que celebran que no se fume en las terrazas, y en general en cualquier parte, son en su mayoría exfumadores o desertores del pitillo. Algo parecido ocurre estos días con aquellos que critican las fiestas universitarias clandestinas hasta altas horas de la madrugada y sin ningún tipo de control.

Pero antes de nada y para evitar las malas interpretaciones, les diré que a mi me encabrona también estos encuentros pseudoculturales, y desde luego no pretendo con estas líneas incitar a la rebelión en estos días de confinamiento perimetral. Estamos todos de acuerdo en que muchos de los anormales que frecuentan estas quedadas no son conscientes de que yendo a ellas mandan a cuatro o cinco padres al paro, y a otros a un lugar de donde no se vuelve.Pero, como decía Rafael Guerra: «Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible». Y poner puertas al campo, creo que ya todos tenemos evidencia de que no es posible.

La mayoría de los que hoy se rasgan las vestiduras y piden expulsiones y deshonor para nuestros jóvenes hubieran matado, por haber estado si quiera de pasada en una de esas fiestas. La vida son etapas y hay que vivirlas como lo que son y nada más, y pretender sujetar a unos potros de veinte años, en algunos casos con los padres a doscientos kilómetros, es como soñar que nuestros políticos y funcionarios renuncien a las transfers de las mancomunidades y sociedades participadas.

A los veinte años no hay raciocinio posible, aún menos, en pleno inicio del curso, y salvo las raras excepciones ‘quimicefas’ y para quien haya tenido la suerte de haber madurado antes de tiempo. En mi época tocaba ir a escondidas a Porrones, al Morán o la mítica escalera de Minas. Corríamos como aquellas señoras, que dejaron a los maridos viendo el fútbol y que alquilaron un taxi para ir a ver un concierto de Juan Pardo cuando era de Juan Perro. Y ahora piensen en que la alternativa de un viernes noche para un veinteañero está en quedarse viendo La Isla de las Tentaciones, y eso yo creo, que también sería contraproducente.

Me hace gracia los ya metidos en los cuarenta que no entienden a la juventud, y que se escudan en los libros o las series como alternativa al divertimento y al contacto social. Gentes que no perdonaban un día de fiesta y que se pavoneaban de que jamás se le derretían los hielos en el copón.

No sé si me hago viejo de repente, o que aún no he madurado lo suficiente, pero se nos abre la bocona pidiendo expulsiones y confinamientos a perpetuidad, y hoy que es viernes recogemos a los niños del colegio y se los colocamos a los abuelitos porque tenemos una cena en casa con unos cuantos amigos.
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