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Un mister de ordenador

30/08/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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El primer contacto físico que tuve con Rafa Benítez fue en los años ochenta. Y digo físico porque yo jugaba al fútbol en el CD Badajoz y Benítez en el Parla, un equipo madrileño al que nos enfrentamos, en cita copera. Él era defensa y yo mediocampista, de ahí ese contacto –más bien un encontronazo– al que me refiero. En apenas diez años nos jubilamos ambos en plena juventud, como es natural en esta profesión desvaída del fútbol, y buscamos cada cual la manera de orientar nuestra vida hacia tareas para las que más capacitados estábamos. Él trató de encauzar su futuro hacia la efímera condición de entrenador y, a lo que se ve, tocó la tecla apropiada del azar, o puede que la de la constancia que siempre tuvo a bien hacer suya. Nunca envidié yo sus intenciones, pero, a lo que se ve, más me hubiera valido haber seguido sus pasos.

Nos volvimos a ver, al cabo del tiempo, en una cafetería de Badajoz, cuando Benítez entrenaba al Extremadura a finales de los 90, y recuerdo que ya entonces portaba al hombro el maletín con el ordenador que siempre le habría de acompañar, en cuyos archivos guardaba todas las tácticas y argucias técnicas de los equipos que entrenaba y de las que se empapaba para su profesión, aquéllas que gustaba de mostrar para admiración de quien, como yo, no iba más allá del 4-4-2 o del 4-3-3. Era un estudioso compulsivo de los novísimos asuntos que interesaban a su profesión y, con los años, pude comprobar en Liverpool, cuando fui a visitarlo -el año de 2005 que conquistó la Copa de Europa-, de qué manera había imbuido en sus futbolistas la importancia de dichas entramadas cuestiones para las que los había ido preparando.

Pues bien, Rafa Benítez ganó títulos y dejó constancia de su categoría como entrenador en el Valencia, en el Liverpool, en el Inter, en el Nápoles, y ahora llega al equipo blanco del Real Madrid a dar muestras de aquella sabiduría que a mí me había dejado perplejo, de aquella pantalla cuajada de rayas que ocupaban, en su ordenador, los espacios de un campo de fútbol.

Me burlaba de él, de la manera como trataba de enseñar a sus jugadores el modo de comportarse en el campo, pues yo estaba seguro de que un futbolista iba a actuar siempre, en un momento determinado, al margen de los mandatos de su entrenador.

El paso del tiempo ha dejado claro que el que suscribe estaba equivocado, y que de poco puede servir que los entendidos vayan diciendo de Benítez que no deja libertad a sus jugadores para comportarse como tales porque, por lo que intuyo, y la transformación experimentada a lo largo de los años en el fútbol así lo demuestra, los jugadores-protesta desaparecieron hace mucho como tales: ya no se le ocurre a ningún jugador levantar el dedo en el vestuario para decir, como decíamos: "Mister, a mí me parece que…". Y ello porque Benítez tuvo claro, ya entonces, que él no creía que ningún jugador pudiese encontrarse por encima de las previsiones del entrenador.

Pudo haber venido al Real Madrid mucho antes, hablaba entonces con la boca pequeña de que hasta que no estuviese limpio el Madrid de jugadores que no le interesaban demasiado (imaginaba yo que Raúl, Míchel Salgado, Helguera…) no aceptaría ninguna oferta.

Llega ahora, cuando no existe otro equipo en el mundo con una plantilla tan completa –a pesar de la incertidumbre de este principio de temporada– como la que él dirige. Siempre fue Benítez así de listo: «Yo sólo hablo de lo que sé; de fútbol», dijo cuando el tonto de Mourinho trató de burlarse de él entrando al trapo a unas declaraciones incómodas de la mujer del mister madrileño, y diciendo que lo que tenía que hacer –la pareja de Benítez– era ponerlo a plan, como si un entrenador acrecentase su consideración futbolística luciendo esa chulería trasnochada y ese cuerpo de pitiminí del portugués (qué pena: ya no se llevan los cuerpos robustos de entrenadores veteranos, acaso con un pelín de barriga, de entrenadores amigables, displicentes. sabios). A mí no me cabe duda de que si de algo anda sobrado Benítez no es de peso, sino de razonamiento y sabiduría, y de que si ha de dar libertad a cualquiera de sus jugadores para pasarse la raya establecida por su meticulosidad, lo hará. Quién no guarda en su retina aquellos gestos de Pep Guardiola –un pitiminí, pero de los buenos– reclamando con las manos la atención de Messi para no sé qué labores defensivas o asuntos tácticos, y el beneplácito risueño del argentino, medio en broma medio en serio, ante el mandato de su jefe…

Nada ha producido mayor jolgorio informático que las imágenes de los entrenadores tratando de orientar en el terreno de juego (dicen que Di Stéfano ni siquiera se dignaba mirar al banquillo) a Cruyff, a Maradona, a Cristiano Ronaldo hacia determinadas posiciones, el gesto absurdo y alelado del figura, cuando no su desdén, si al entrenador se le ocurre llamarle la atención, por ejemplo, acerca de la cobertura que no hizo.

Yo estoy seguro de que todos, para bien o para mal, cargamos con la bomba de efecto retardado de la genética, con las buenas o malas costumbres o las dolencias de nuestros progenitores. En ese sentido no es de extrañar que Rafa Benítez, a pesar de su ordenador y su meticulosidad, se haya aprovechado también de la fructífera carga (en el mejor de los sentidos) de su maestro Vicente Del Bosque en sus primeros años de aprendizaje.
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