23/10/2022
 Actualizado a 23/10/2022
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Hace días, la palabra fue sendero y nosotros, peregrinos, sin salir de Mansilla de las Mulas. Dudamos si hacerlo de plato en plato, degustando delicias; de bodega en bodega cruzando viñedos o de iglesia en iglesia buscando sombras y persiguiendo cigüeñas. Acabamos haciéndolo como se recorre la vida: de paso en paso, porque la Ruta Jacobea es una réplica exacta de la vida, con sus credenciales y etapas. Y, rizando el rizo, invertimos las cosas y fue la vida quien emprendió camino atravesando senderos, puentes y ríos leoneses. Pura metáfora. Abandonamos Mansilla por el puente romano como quien sale de la casa del padre, sin saber aún que ese es el nido al que siempre se vuelve, tras recibir la primera credencial del viaje: el bautizo del Esla.

Empezó el trayecto con una etapa fácil y corta, derrochando energía como niños con prisa por llegar, sin saber adónde, ni cansancio alguno porque los pies niños van a lomos de una vida recién estrenada. Y empezamos la colección de piedras, que vamos metiendo en la mochila hasta el Puente Villarente, donde la infancia se nos cae al Porma, obteniendo la segunda credencial de agua, en el camino de vida. Encaramos la segunda etapa, también corta y cómoda hasta que el repecho de la adolescencia sube el Portillo, donde empiezan las trabas propias del camino: esas piedras que se cuelan en tus zapatos, sumando peso a las de la mochila. Piedras que dificultan el paso y pueden hacer herida, empezando así nuestra segunda colección: las cicatrices, tatuadas para siempre en la piel de la vida. Trayecto en el que encontramos quien nos oriente emulando a las conchas, o quien nos pierda, que siempre habrá quien nos cambie los mojones de sitio. Es a la altura de Puente Castro donde el Torío se lleva la adolescencia y nos pone la tercera credencial de agua para que León nos conozca ya jóvenes.

León es ese momento de esplendor en que todo es posible y está a nuestro alcance. Los senderos tienen farolas y lo que sobran son fuentes. Las conchas no limitan el rumbo, salpican las calles formando una constelación de destinos que tu elijes: albergue o pensión. Estudias o trabajas. Rubias o morenos. Gótico o Románico. Letras o ciencias… La mochila revienta de piedras. Demasiadas decisiones tomadas entre solo dos puentes porque ya cruzas San Marcos y el Bernesga agita la mano despidiendo a tu juventud, salpicándote con la cuarta credencial de agua, que pronto te pedirá el Órbigo, cuando vea a tu madurez cruzando los caminos del Páramo.

Se te hace otoño en el Páramo, que resulta ser el trayecto más largo. La colección de piedras hace tiempo que empezó a sobrarte. Ya solo necesitas unos zapatos usados que le tengan cogida la forma al cansancio, un trago de agua, una luna y dos pájaros, un trozo de pan, que amanezca mañana y un camino para seguir avanzando. Es una etapa de calma y el silencio hace buenas migas con el cansancio. En las curvas te asaltan mil dudas armadas de preguntas que nunca te hiciste, mientras el mundo camina a tu lado, tropezando todos en las mismas piedras de las mismas sendas, con los mismos llanos y cuestas, obtenido credenciales en los mismos puentes. Ya hablas silencios cuando Astorga asoma a lo lejos. Zancudo y Colasa saludan desde lo alto, ofreciendo todas las calmas y sombras de su villa para dar tregua al cansancio. Ya quedan atrás los caminos arrieros y el ascenso al último pueblo maragato nos pilla muy viejos. Ya conocemos el camino y sus piedras porque nos hemos caído y levantado mil veces. Ya aprendimos a soltar la mano que nos uncía y a pedir la que nos hacía falta. Ya hablamos con los ojos los mil idiomas que no sabemos y llevamos dentro un peregrino con zurrón, calabaza, escarcela, borlón y concha. Ya sabemos de la diversidad del mundo, lo nada que somos y lo que iguala un camino. Lo traemos todo tan rumiado y vivido que decidimos que Foncebadón sea nuestro Finisterre. Volcamos la colección de piedras a los pies de la Cruz de Ferro y volvemos a casa porque se nos echó encima el invierno.

Mansilla nos ve venir de regreso y sonríe. No está resentida por no haberla visitado antes de irnos. Se pone el mandil de madre, desempolva de prisa toda su historia escondida y ordena preparar hostales y albergues, como se prepara la casa paterna ante la vuelta del hijo. La muralla abre los brazos y nos recibe como reciben los padres y la Iglesia de Santa María nos acoge como acogen las madres. Y como en ese desván de la infancia, los mil objetos durmientes del Museo Etnográfico, nos recuerdan la historia de una tierra de campo y cultivo, mientras Toño Morala da voz a oficios ancestrales ya perdidos. Ya al amparo de la acogedora biblioteca impregnada de la memoria de Bernardino, ese mansillés de honor a quien debe su nombre, y custodiada por el Crucero de Peregrinos, se oyó como despedida: Ultreia.

(Pequeño resumen de un viaje en el que vida, historia, caminos, puentes y ríos leoneses acabaron siendo una emotiva Ruta Jacobea, entre los libros de una biblioteca. Todo es posible).
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