La posguerra y la verdad de las mentiras

Juan Cruz Ruiz
05/02/2024
 Actualizado a 05/02/2024

Hace muchos años, cuando la dictadura, fui al ayuntamiento de mi pueblo a pedir una beca que me permitiera estudiar. El alcalde, que era alférez provisional, le dijo al ujier que me marchara, que él no recibía a pordioseros. 

Me fui de allí. A lo largo de los años procuré que el dolor del maltrato no rozara mi manera de ser, de modo que nunca consideré aquel exabrupto como una afrenta. Pero lo era. 

Después supe de otras afrentas, sufridas por mi, o en mi entorno, y también daños parecidos que sufrieron otras personas, cerca de mi, o lejos. 

Un día, ya mayor, ya periodista, fui a buscar mi primer pasaporte al gobierno civil de mi tierra. El comisario me echó del despacho, adonde había entrado como otras veces que cumplía mi tarea como informador. 

Me echó, sin paliativos; en ese instante dejé de ser parte de las personas que podían entrar en ese sitio: era un semidelincuente. Tiempo después ocurrieron dos cosas: me dieron un pasaporte para un solo viaje. Muchos años más tarde, supe por qué me habían impedido el pasaporte y me habían obligado a viajar una sola vez, hasta nueva orden. 

En este último caso, la tardanza en conocer la razón de la prohibición de un viaje de ida y vuelta y de un pasaporte digno de un ciudadano sin antecedentes (no los tenía) se debió a algo especialmente propio de las dictaduras. 

Al gobernador civil no le había gustado que escribiera en El Día, mi periódico de entonces (y de ahora), sobre la suciedad en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife. Lo supe porque mi amigo, el escritor burgalés Tomás Val, halló mi nombre en el curso de una investigación acerca de la historia personal del entonces (en mis tiempos de periodista en la isla) mandamás gubernamental en la provincia, Antonio del Valle Menéndez, cuñado a la sazón del que llegaría a ser presidente del Gobierno (y notorio matarife en la guerra, por la provincia de Málaga) Carlos Arias Navarro. 

Aquel hombre, Del Valle Menéndez, que era muy solícito con los periodistas y también conmigo, había pedido a la autoridad superior que no permitiera mis viajes al extranjero, pues este periodista que quería desplazarse resultaba ingrato para la patria, en este caso sobre todo para la patria chica. 

Cuando se destrabó la vida de la dictadura, murió el Caudillo, hubo una Transición que antes fue una jaula de grillos comandada por émulos de Arias Navarro y de nuestro celoso gobernador (y de nuestro laureado alcalde), de modo que surgió de la oscuridad de Fuerza Nueva la figura de Blas Piñar para atemorizar a periodistas y a otros ciudadanos, en Canarias, en España, con sus bravatas y sus amenazas. 

En mi pueblo, el Puerto de la Cruz, hicieron acto de presencia Piñar y los suyos, atemorizaron a los que éramos periodistas, y a todo el que se moviera en contra del régimen que entonces ya llamábamos anterior, y recibimos de ellos la sensación de que aquella falta de pudor sobre el pasado iba a durar por mucho tiempo. 

Y ha durado mucho tiempo. Hasta ahora mismo, por cierto. Dudo que lleguen lejos sus bravatas, las de los herederos de Blas Piñar, de aquel alcalde, de aquel gobernador civil, de aquella sociedad de la amenaza, pero están por ahí. 

Son los de Vox, están cada noche en una vía muy significativa de Madrid, la calle Ferraz, amenazando a los socialistas que tienen allí su sede, y a los transeúntes, y a los habitantes, con bravatas que aun no han sido condenadas (aun no) con quienes aspiran a gobernar este país… 

Pensé en todo esto, en la inminencia de que esta gente que dice defender la patria (y es mentira, esa es la verdad de las mentiras) pueda llegar al poder real y no sólo al de los ayuntamientos o las comunidades a las que acceden valiéndose de la escalera del Partido Popular. 

Pensé en todo esto leyendo un libro escalofriante, e importante para alertarnos de que aquello que pasó (la destrucción de los derechos conseguidos en la República) para que este país fuera menos libre, más aherrojado, más difícil, más silenciado, podría ocurrir de nuevo. 

Ese libro, presentado ayer en Madrid, es ‘La Tuerta’, de María del Mar Rodríguez (canaria de La Palma, nacida en Venezuela), publicado por Baile del Sol y hecho para que no olvidemos lo que pasó en aquella terrible posguerra en la que, a la muerte, a los asesinatos de los que no estaban con ellos, siguió el silencio. 

Yo escuché ese silencio, los que nacimos en 1948 escuchamos durante muchos años ese silencio. Y ahora ese silencio puede venir otra vez, de la mano de los que dicen patria para decir contra la patria, de los que dicen patria para quedarse, otra vez, con la patria. 

Lean el libro de María del Mar Rodríguez y entenderán por qué estos días me vuelvo a acordar de aquel hombre que echó del ayuntamiento a un muchacho porque iba vestido de pordiosero.

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