Estado primitivo natural y literatura

César Pastor Diez
02/06/2021
 Actualizado a 02/06/2021
La virulencia exhibida en los últimos tiempos por el machismo sexual en León y en todas partes debe de tener alguna explicación psicológica, genética, histórica e incluso política.

En la edad de piedra, para conseguir una mujer, el hombre le arreaba un garrotazo en la cabeza y se la llevaba a rastras hasta su cueva. Aquella fue la primera violencia machista de la historia humana. Ha habido otras violencias de género, como el rapto de las sabinas para satisfacer a los mandamases de la primera Roma en que las mujeres escaseaban. Otra violencia machista ocurrió en la Edad Media con el ius primae noctis, derecho de pernada, si bien ésta sólo la ejercían los poderosos señores feudales, y además, con todas las bendiciones de la ley, mientras que el delincuente de suburbio que cometía algún desmán semejante se pudría en la cárcel o lo colgaban en la horca.

En todas las épocas ha habido degenerados y sinvergüenzas, como Judas, Gestas, Barrabás o el propio rey David antes de su regeneración escribiendo los Salmos. Aunque también ha habido mujeres perversas y crueles, como Salomé, Dalila, Jezabel, Irma Grese, Maria Tudor y otras muchas. Se ve que los malos instintos están repartidos por igual en los genes masculinos como en los femeninos. Sin embargo, todo esto está en contradicción con el mito del buen salvaje propalado desde la escritura cuneiforme veinte siglos a. de C. Ya en la literatura de la antigua Grecia, unos siete siglos a. de C. surge la figura del poeta Hesiodo, autor de la ‘Teogonía’ (genealogía de los dioses) y autor también de ‘Los trabajos y los días’, donde se recogen las experiencias sencillas y saludables de los hombres del campo.

El estado primitivo natural, lo que también se ha llamado la Edad de Oro, ha tentado siempre a los espíritus más esclarecidos. Tres siglos a. de C. aparecen los poemas pastoriles de Teócrito, un poeta de origen siciliano pero educado en Alejandría donde llegó a conocer su famosísima biblioteca antes de su incendio y destrucción. Teócrito cultivó la descripción de escenas idílicas de carácter bucólico y arcádico. Y no pocos autores de la literatura universal han atribuido a sus jóvenes personajes la facultad de autoeducarse sin la intromisión de los adultos: ya en la filosofía árabe con el hombre volante de Avicena, o ‘El filósofo autodidacta’, de Ibn Tufayl. Después el Andrenio, de Baltasar Gracián, o el más cercano en el tiempo Mowgly de Kipling (El libro de la selva). Los hombres del Renacimiento cayeron en la ilusión de creer que volviendo a la naturaleza iban a restablecer la supuesta edad dorada descrita por los clásicos, muchos de los cuales coincidirían en llamarla Arcadia, por alusión a la región central del antiguo Peloponeso, descrita por los poetas como la mansión de la inocencia y la felicidad. De ahí que con el nombre de Arcadia se hayan escrito diversas obras como la ‘Arcadia’ del napolitano Jacobo Sannazaro, que insufla nueva vida al fantástico mundo de Teócrito; y más cerca a nosotros, una figura relevante de nuestro siglo de Oro, Lope de Vega, en cuya ‘Arcadia’, escrita cuando él ya era sacerdote, nos habla también de rebaños y pastores como ejemplos de esa añoranza nostálgica de la vida sencilla del hombre primitivo, cuando, al parecer, no había bandidos, violadores ni ladrones, hasta que apareció el cuento de Alí Babá y los cuarenta. El mismo Cervantes invoca la añorada bondad humana en el capítulo XI de la primera parte del ‘Quijote’, cuando tras una copiosa cena con un grupo de cabreros, sentados sobre la hierba, el famoso caballero de la Mancha comienza a perorar: «Dichosa edad y dichosos siglos aquellos a quienes los antiguos pusieron el nombre de dorados», y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa época sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras: tuyo y mío.

Un caso especial en la búsqueda de la edad dorada lo constituye el gran poeta británico John Milton, que alguna vez, por la grandiosidad y profundidad de sus versos, ha sido comparado a Dante Alighieri quien, para escribir ‘La Divina Comedia’ contó con la dulce musa Beatriz (bienaventurada), hija de Folco Portinari, inspiradora de su obra sólo de manera alegórica porque en la vida real Beatriz se casó con otro hombre. Desde niño Dante estuvo enamorado de ella y con ella se reunió figuradamente a su llegada al Paraíso después de atravesar el Infierno y el Purgatorio con la guía, también alegórica, del poeta Virgilio. Por su parte Milton, segundo poeta mundial de Inglaterra tras de Shakespeare, se casó tres veces con mujeres prosaicas. Era un hombre de complexión endeble y salud precaria, que había sido secretario de Cromwell, a quien apoyó en su lucha contra la monarquía, y que en su vejez, abandonado, pobre y ciego, se propuso averiguar el origen del bien y del mal, y para ello se remonta al libro del Génesis con la expulsión de Adán y Eva del paraíso. De ahí su obra más famosa ‘El paraíso perdido’. Milton, no hallando una explicación plausible al origen del mal, llega hasta el extremo de reprochar a Dios que expulsara del Paraíso a la primera pareja humana. Pero parece recibir la respuesta divina alegando que Adán y Eva eran libres y escogieron libremente su destino.

En cualquier caso, la leyenda del hombre bueno por naturaleza ha persistido en la literatura universal, incluso en el siglo de las luces con la Ilustración francesa, uno de cuyos epígonos, Jean-Jacobo Rousseau (‘Émile’) pone énfasis en que el niño es naturalmente bueno pero que es preciso educarlo con vistas a su integración en una sociedad corrupta. El ser humano, que durante siglos fue considerado como dotado de materia y espíritu, ha llegado a la hora presente, la época más materialista que conocieron los siglos, hasta el punto de que ya ha sido casi totalmente despojado de su espiritualidad para dejarlo en sólo materia, como una piedra o como un gusano. Si hoy se pudiese dar un giro de 180 grados a la Historia, el feliz hombre primitivo nos vería como los seres más desgraciados de la Creación.
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