01/04/2024
 Actualizado a 01/04/2024
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Escribo hoy con una condición muy especial: ser nieto de un pastor, trashumante, y lo hago con respeto para todos sus compañeros de época, principios del siglo XX, además de icónicos mayorales mechenderos: don Honorio Suárez, don Robustiano Álvarez o el rabadán don Manuel Suárez.

Mas no quisiera caer en el costumbrismo acrítico, ese que algunos ven en la trashumancia por su sentido bucólico, fotográfico o cinematográfico reflejado en algún documental… tal vez subvencionado.

Prefiero verlo con una mirada más humana, dado que existe un vasto juicio del proceder de los aristócratas ganaderos: los Alba, los Albaida o de la Oliva, no aptos para el beneficio social más allá de permitir recoger las migajas que caían de sus mesas. Si bien, para aproximarse a la realidad, conviene leer la novela o ver en el cine: ‘Los Santos Inocentes’, de don Miguel Delibes.

Los pastores sufrían sin rechistar la dureza de su trabajo, ya que formaba parte del estipendio y sumisión debida al amo o patrón, que, por aquel entonces, aún especulaba con el derecho de pernada. Igual que soportaban la meteorología: calor, frío y lluvia por caminos, senderos y veredas, en los cordeles de la Mesta, con sus pies llenos de heridas al usar un calzado poco adecuado como las albarcas.

No, no es que esta mañana Franz Kafka, pionero entre el realismo y lo fantástico, me haya insuflado su espíritu de soledad o frustración, no, lo que hago es narrar con pinceladas reales, y no imaginarias, sobre la durísima vida ¡cuasi esclavitud! de estos seres humanos.

Los mismos que ensimismados no contemplaban la luna, ni oteaban la vía láctea, ni las estrellas al raso de la noche, ni oían atónitos el son de cencerras como melodía imaginaria.

Con el reconocimiento para todos los pastores, trashumantes y trasterminantes, mayorales, rabadanes, compañeros, zagales, de ayer, de hoy y de siempre. Salud.

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