04/08/2023
 Actualizado a 04/08/2023
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«Aquí la tierra es muy valiosa y está sellada con sangre». Esa fue la respuesta del escritor irlandés John Banville cuando hablamos de Irlanda. Habíamos quedado en un bar italiano en el centro histórico de Dublín. Era mi penúltimo día en Irlanda, llevaba dos semanas en la costa oeste, en Galway. Verdes praderas y ovejas rechonchas, terreno ondulado, ríos y ríos, lagos y lagos. Cielos grises y rayos de sol intermitentes. Muy intermitentes. O más que rayos, se adivinaba que el sol andaba por ahí, en algún lugar muy lejano. Dieciséis días de lluvia. Todo el mundo decía que era el mes de julio más lluvioso desde hacía años, pero no lo creo, Irlanda es así.

Habíamos ido a las Islas de Aran, campo batido por el viento y el salvaje Atlántico, donde rodaron ‘Almas en pena de Inisherin’. Habíamos ido a Cog, donde rodaron ‘El hombre tranquilo’. Al parque de Connemara, un inmenso brezal en una de las pocas montañas de Irlanda. Habíamos pescado en tres lagos y seis ríos, y pateado Galway de arriba abajo, con obligada visita a un concierto folk con una pinta de Guinness en la mano. Y habíamos recorrido el Wild Atlantic Ocean Way por esas carreteras estrechísimas y sin arcén, que recuerdan algunas de León, y cuyo límite de velocidad es 100, y creo firmemente que debería ser 60. 

Pero había algo que necesitaba entender: por qué en Irlanda hay vallas y cercas por todas partes. No hay un solo espacio al aire libre que no esté cercado. Con tapias de piedra y cancelas. Y por si no te queda claro, carteles que avisan: «Prohibido el paso, propiedad privada, si lo incumples te caerá encima todo el peso de la ley y podrás ser multado con hasta 1.500 euros». No existen caminos públicos para internarse en el campo. La gente pasea a sus perros por los márgenes de la carretera, y corre por los márgenes de la carretera. El paisaje, esas praderas de verdor sobrenatural, se disfruta siempre desde fuera. A mí, acostumbrada a tomar espontáneamente caminos de concentración, sendas a través de bosques, rutas por peñas y montañas, me resulta muy chocante esa perspectiva.


«La tierra es muy valiosa y está sellada con sangre», repitió Banville. Porque hasta hace poco más de un siglo los irlandeses católicos no podían poseer tierra ni tener propiedades. La tierra pertenecía a los grandes terratenientes ingleses que vivían en Inglaterra. La conquista de la tierra fue la conquista de un país, de una lengua, de una cultura. Y por eso, ahora lo entiendo, la obsesión por la tierra y su propiedad.

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