Ser alternativo se ha normalizado, los outsiders culturales han evolucionado hacia la cotidianidad. Todos aquellos que antaño presumían orgullosos de ir contra corriente ante los cánones establecidos, se han diluido en el mar de los peces que se creen salmones que nadan en sentido contrario. Una sociedad sumida en un profundo relativismo que ha abdicado del sentido común, de la naturalidad.
No me sorprenden los tweets envenenados de Samantha Hudson escritos en 2015 en los que decía cosas como «Quiero hacer cosas gamberras, como meterme a una niña de 12 años por el ojete». No se apuren, no voy a reproducir el rosario de letanías escatológicas que la susodicha escribió en Twitter. Ese tipo de sueños húmedos, de fetiches eróticos están hoy muy a la orden del día; cosas del levantamiento de todo tipo de tabú. Esa atracción hacia lo prohibido, esa tendencia a lindar con lo que no se debería hacer ha generado una especie de caracteres alejados de la realidad. Al romperse todos los filtros sociales amparándose en la libertad hemos mutado hacia un ecosistema tóxico en el que se blanquean determinados comportamientos. Se ha borrado del vocabulario todo adjetivo que evoque a la rareza (a saber cuánto van a tardar en eliminar esos apelativos del diccionario de la RAE) justificando ciertas actitudes en que cada persona es como es.
Creo que hay determinados temperamentos que sí son extraños, vamos, que hay gente rara. Lo que ocurre es que la revolución ha relativizado todo hasta tal punto que ya no hay mala o buena educación, solo diferentes formas de ser; por eso hay gente que le ríe las gracias a personajes como a Hudson o a Inés Hernand cuando se tira eructos en pleno directo. En cualquier sociedad decente, personas de ese calibre tan bajo no serían referentes ni en su casa. Luego te das cuenta de que Donald Trump está a un paso de ser presidente de la primera potencia mundial y se te pasa.