05/05/2024
 Actualizado a 05/05/2024
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Hoy es el día de las torpezas pequeñas, más conocido como el día de la madre. Esa fecha en que ellas se encaran a un envoltorio arrugado, medio suelto por un lado y casi clavado por el otro, pero que desenvuelven con el mismo primor que si fuese un cofre al que van a quitar un baño de oro. Es el día de las torpezas pequeñas, de niños empeñados en complacer y madres aceptando que les hagan la cama y el desayuno para celebrar ‘tranquilas’ su fiesta. «Tranqui, que nosotros lo hacemos todo…» Y ellas, jugando a jugar, les permiten hacerlo aun sabiendo el desastre que se avecina. Tiempo habrá para desfacer entuertos, para estirar las sábanas arrebujadas bajo las mantas y sacar el camisón de debajo de la cama y para ocuparse del zafarrancho que han liado en la cocina y sacar las tazas del cajón de las cazuelas, una vez agotado el regalo de no ejercer por un rato…

Para los que ya nos creció la vista y las gafas del tiempo nos enseñaron lo que es una madre, ya sabemos que no hay regalo que alcance, salvo la caricia, la mano o el beso dado a tiempo. No quitarle importancia a lo del tiempo, porque siempre se nos hace tarde para devolver tanto como han dado. A todas. A las que abren la oficina antes de que su niño despierte y al ama de casa que barre y cocina con el hijo en el regazo. Las que cultivan su propia huerta y las que compran el mejor tomate para el puré del niño. Madres a las que el sol encuentra recogiendo cosechas y a las que la luna pilla corriendo los exámenes de sus alumnos. Las que acarician corderos y hacen queso en casa y las que son jefas del laboratorio en el que trabajan. Madres rurales comiendo manzanas a la sombra de un roble y haciendo mermelada de arándanos y madres urbanas disfrutando un helado en una terraza, a la sombra de un toldo… 

Yo conocí a las madres rurales, las que pasaban de bailar con su novio a bailar con el trigo meciendo niños amarrados a la espalda, abrazadas a gavillas de espigas. Mujeres que caminaban erguidas entre surcos como en una pasarela de moda, amamantaban niños a la sombra de las salgueras, en días de trilla, y regresaban agotadas al caer la tarde, con niños dormidos bajo el manto. La madre que yo conocí era de tierra, lana y agua. Y lo tengo escrito mil veces. No nos enseñó a leer, pero de ella nació cada palabra que fue dicha y cada camino que hemos andado desde entonces. Cada invierno vivido y sus nevadas nacieron en el interior de mi madre y también paría un verano cada año, el día que bajaba la escalera con el pelo recogido y con el vestido de manga corta, el verde con florecitas blancas que tan bien la quedaba. Era tan dueña de su casa y tan amante de silencios que el viento, cuando silbaba en la calleja de atrás, lo hacía como con miedo a romperlos, no fuera a despertar a sus hijos, aunque sabía que ella no protestaba por nada. Y en su interior crecían también las zarzas, el trigo y las cerezas que tanto le gustaban. En el cuenco de sus manos se cocía el pan y de allí mismo brotaban los manantiales de los que bebíamos. Porque al nacer, el mundo que conocemos nace con nosotros, luego las madres llevan el mundo dentro. Llevan fresas para el recreo y mantitas para la tarde. 

Tienes que ser adulto para darte cuenta de que estaba todo escondido en una sola palabra. Allí se esconde la mermelada, la que más nos gusta y el vestido favorito de los días de fiesta. Estaba el calor para los pies ateridos de pisar charcos, el sueño sobre el plato de sopa y el caramelo de menta. Ahí estaba todo guardado, en solo cinco letras. El único sitio donde el miedo se calma, las golondrinas anidan al calor del alero y se detienen las guerras cuando llegan a la puerta. Ni una guerra se atrevería a cruzar el umbral de una madre. Cuántas batallas habrán librado parando las balas con sus manos, por defender a sus hijos. Cuántas lágrimas habrán secado detrás de la puerta de la cocina antes de servir la cena. Cuántos mundos pondrían en orden antes de despertar a los niños. 

Hoy es día de buscar madres y darles un beso. A todas. A la tuya. A la que no lo es, pero está sin hijo. Sobre todo, a esa. A esas madres y abuelas fingiendo la serenidad de siempre, pero con una pena instalada en los ojos y con la nostalgia anidando en su casa, desde que no tienen sobre quién sacudir la ternura. A esas madres que estaban en todas partes, en cada rincón de su casa, en cada puntada, en cada beso, en cada plato y tuvieron que aprender a estar solas detrás de un ovillo de lana y unas agujas entre las manos, a falta de un nieto ocupando el regazo. Las que echan en falta tejer, destejer y tejer más grande. Las que querrían canturrear y trasnochar velando sueños pequeños. Las que han envejecido entre las cazuelas de siempre mientras sus hijos estrenan hogares allá afuera. Las que ya no limpian el polvo porque solo hay frío en la repisa y encuentra besos olvidados en los bolsillos de la bata. Hoy, besos para ellas. Especialmente para las que sufren vacíos y sienten holgura entre las cinco letras que componen una Madre. 

 

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